Legado

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martes, 2 de diciembre de 2014

UN DESPARRAMO INSTITUCIONAL DE TINTES BANANEROS

El kirchnerismo nos trata como imbéciles. Y estoy tentado de creer que muchas veces tiene razón. El tamaño de la mentira institucional crece y crece en directa proporción con la pasividad negadora de una parte considerable de las elites políticas e intelectuales, y también de la sociedad civil. Las excepciones, aún con ser poblacionalmente numerosas, no hacen más que confirmar la regla: los argentinos nos acostumbramos a ser necios por convicción o por conveniencia. En nuestro país, escándalo despierta bostezo, corrupción produce apatía, camelo convence estúpido y billetera mata galán.
Un pequeño ejemplo de caradurismo oficial y complicidad silenciosa lo tuvimos esta misma semana, cuando frente a una acusación concreta de practicar macartismo y marginar de las comitivas oficiales a escritores que fueron abiertamente críticos del Gobierno, la directora de Asuntos Culturales de la Cancillería aseguró que la nómina de viajeros a la Feria del Libro de Guadalajara le había costado al erario 31 millones de pesos y que estaba pletórica de pluralismo ideológico. También agregó que a pesar de esta fortuna, no fue posible subir al avión a los eternos marginados, los sancionados por sus opiniones políticas: Caparrós, Sarlo, Sebreli, Abraham, Asís, Birmajer, Romero, Kovadloff. Pero que ella se había cerciorado personalmente de que sus libros volaran a la ciudad mexicana. Qué generosa. Qué progresista este gobierno de listas negras. Y qué poca solidaridad se ha encontrado entre los escritores bendecidos y la opinión pública. Detrás del discurso cínico, el kirchnerismo mantiene su amenaza implícita: hay hijos y entenados; si quieren seguir participando, a no envalentonarse con el fin de ciclo, porque el que calla gana y el que fustiga, pierde. Y el que pegue a lo sumo que sepa dónde, compañeros. Siempre hay que pegar donde no duele.
Esta misma clase de formato -lamentable combinación de descaro funcional y de indiferencia oportunista-, permitió en su momento que el movimiento nacional y popular acabara con la pobreza estructural por el simple método de ocultarla bajo la alfombra del Indec, y que este montaje fuera consentido por notorias plumas nacionales. Y está logrando ahora que se lleve a cabo con muy bajos costos una de las mayores operaciones de ocultamiento e intimidación de la democracia: destruir al magistrado que investiga el posible lavado de dinero de la familia presidencial, y hacerle creer al pueblo que se busca terminar con los "jueces de la servilleta". Durante once años el kirchnerismo mantuvo buenas relaciones con los jueces federales y últimamente, ya en retirada, se preocupó por juntar denuncias para tenerlos bajo la espada de Damocles. El truco consiste en que los jueces no molesten al poder político, y que si lo hacen, queden a tiro de una destitución. Por esa misma razón, se apuraron a aprobar el nuevo Código Procesal Penal, que faculta a la patrona de Balcarce 50 para nombrar por interpósita persona un pelotón de fiscales con la misión de proteger a los propios y atacar a los ajenos. El cuadro se completa con una escena noir, digna de la Guerra Fría: le ofrecieron a la oposición un canje de prisioneros. Oyarbide por Bonadio. ¿No es maravillosa la Argentina?
Para volar en pedazos al instructor de la causa y proteger al principal sospechoso, se sigue aquel modus operandi del affaire Boudou, donde se usó información confidencial para decapitar al juez y se lanzaron denuncias sin fundamentos para destrozar al procurador. También entonces se habló de golpismo activo, y se realizó en paralelo un desparramo institucional de proporciones bananeras. La reacción del Gobierno fue mucho más grave incluso que el hecho de corrupción que se indagaba. Esa irresponsabilidad hubiera desatado un alboroto gigantesco en cualquier república más o menos civilizada, incluyendo muy especialmente a nuestras vecinas: Brasil y Chile. Aquí no llamó mucho la atención, y con el tiempo se fue olvidando. Todo pasa, compañeros, todo pasa.
La respuesta a la osadía de Bonadio fue similar. El jefe de Gabinete, con su habitual prudencia republicana y su conocida propensión a los matices, declaró que todo el Poder Judicial hacía "política partidaria y corporativa, defendiendo intereses propios y de grupos económicos concentrados". El secretario de Justicia llamó "pistolero" al juez, el piquetero oficial propuso dejar clavada la cabeza de Bonadio en una pica y un senador inclinado al chascarrillo aseveró que en ningún país serio se allana la empresa de una presidenta. La última defensa admite involuntariamente algo cierto: éste no es un país serio. Si lo fuera, no se toleraría que el vicepresidente de la Nación siguiera en su cargo con algunos procesamientos encima. Ni que la primera mandataria pudiera eludir una explicación clara, en tiempo y forma, sobre todos sus negocios privados, que a esta altura son multimillonarios. Tampoco se soportaría que uno de los principales contratistas del Estado tuviera vínculos comerciales y operaciones inmobiliarias, hoteleras y crediticias cruzadas con la jefa de esa misma administración pública. Ni que sus causas se ralentizaran en los tribunales locales y se aceleraran en Uruguay, Suiza y los Estados Unidos. En naciones más maduras la lentitud judicial y la promiscuidad económica no caen muy bien; aquí parecen un mal necesario, una avivada criolla o, a lo sumo, una fatalidad del destino.
La reaparición de Cristina Kirchner tuvo algunas novedades: advirtió que no se dejará apretar por los buitres, insinuando que no habrá arreglo con los holdouts a pesar de que Singer investiga su patrimonio, y sin solución de continuidad apretó a Bonadio. Lo hizo difundiendo información guardada con celo dentro de la Inspección General de Justicia y con la intención de embarrar al juez que la embarró. Como si dijera: soy más inocente si todos estamos en el mismo lodo. La respuesta de Bonadio fue insinuar que no le cierran los números de las declaraciones juradas de la Presidenta, de su socio ni de sus hijos. Se las pidió oficialmente al Gobierno, que pocas horas después sacudió a la opinión pública divulgando la existencia en un banco suizo de 4040 cuentas de argentinos sospechados de evasión. ¿Cómo esconder un elefante? Llenando la cancha de elefantes. Esa misma tarde, el cristinismo dio un paso más: mandó denunciar a Margarita Stolbizer, una de las legisladoras más valientes de nuestro Parlamento, por presunto "enriquecimiento ilícito", justo horas después de que la diputada nacional pidiera públicamente que se reabriera la histórica causa contra el matrimonio Kirchner que en su momento cerró Oyarbide, ayer el salvador y hoy el intercambiable.
Toda esta ruidosa impudicia, toda esta guerra desesperada que transcurre en la gran vidriera nacional, carece sin embargo de un correlato social consistente. Los descalabros institucionales, las corrupciones aceptadas, el disciplinamiento feroz, el silencio de muchos intelectuales y el macartismo son desde hace rato moneda corriente. Hemos perdido la capacidad de sorpresa y de indignación, y tomamos la anestesia por remedio. ¿Por qué pueden hacerlo? Porque no pasa nada. ¿Por qué nos tratan como imbéciles? Porque a veces lo somos. Es triste y doloroso decirlo. Callarlo sería condenar sólo a los que mandan, engañar a los que tienen esperanzas, crear falsas expectativas y, por lo tanto, practicar otra forma de la demagogia. Nuestro problema es mucho más vasto y profundo que el cambalache kirchnerista..

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