Legado

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viernes, 28 de noviembre de 2014

El malestar en la democracia Por Natalio Botana

La  democracia no está bien en el mundo. Para desilusión de los autoritarios, no se trata de una crisis terminal, sino más bien de un decaimiento prolongado con respecto a cuatro valores centrales.
Primero, los éxitos derivados del crecimiento económico de las últimas décadas se centran en el ascenso vertiginoso de China, en lugar de hacerlo, como era habitual, en el cuadrante occidental. El régimen chino de abolición de las libertades públicas que conduce ese proceso está organizado en torno a un partido único. Su dirigencia, luego de los traumas sufridos durante la dominación personalista de Mao Tse-tung, ha resuelto de manera pacífica el desafío de la sucesión: cada diez años, un nuevo elenco bajo un liderazgo presidencial sin reelección asume el gobierno de ese gigante demográfico y mantiene la continuidad de las políticas públicas. Lo que no hizo la Unión Soviética en el campo de la sucesión política, mediante sus feroces luchas por el poder dentro del partido único, China lo ha logrado.
 
En segundo lugar, la democracia ha perdido capacidad para respaldar una legitimidad de resultados; vale decir, la aptitud de un régimen que impulsa el crecimiento económico, el pleno empleo y la movilidad social, que obtiene sólidos resultados fiscales y, con todo eso, garantiza la vigencia de los derechos civiles, políticos y sociales. Esta nueva forma de declinación, vinculada también a la esclerosis demográfica, es ostensible en muchos países europeos, en particular en los más cercanos a nosotros (España, Italia y Francia), que no pueden superar un estancamiento económico que ya lleva más de un lustro de duración y que, por otra parte, pone en tela de juicio el gran proyecto civilizatorio de la Unión Europea.
En tercer lugar, esta arremetida de la economía contra las instituciones políticas está provocando en Europa una crisis de representación que conlleva un renacimiento del nacionalismo con sus reivindicaciones de independencia -por ejemplo ahora en Cataluña, antes en Escocia- e impugnaciones a la Unión Europea. Es un repliegue hacia el localismo y, en su forma extrema, hacia una suerte de hartazgo tribal a causa de la distancia e indiferencia con que operan las instituciones supranacionales y los mismos Estados nacionales en relación con las demandas concretas de la ciudadanía (en particular, de los jóvenes). Salvo las excepciones de los países escandinavos, de Alemania y de algunos pocos casos más, los partidos tradicionales, que transformaron el escenario europeo de muerte y destrucción en un oasis de "paz perpetua", no son ya lo que eran en medio de la crisis económica y de la fáustica transformación tecnológica que nos envuelve.
Como si esto fuera poco, de la mano de sucesivos escándalos de corrupción, a la fatiga en cuanto a los resultados de las democracias la acompaña un apagón de su tonalidad ética con su secuela de descreimiento y de adhesión a los cantos de sirena de los nuevos populismos forjados en el seno de las redes sociales (cualquiera que sea la orientación ideológica de esos liderazgos iracundos que hacen manifiesta una sorda indignación colectiva con el statu quo). En una clave inesperada, si nos atenemos a la larga experiencia que despuntó al término de la Segunda Guerra Mundial, la agresiva reparación del populismo en Europa nos lo muestra como lo que es, como un bastardo producto del desconcierto predominante acerca de los principios de la ética pública, de las concepciones del rendimiento económico con justicia y de los sentimientos de proximidad e identidad que, en democracias bien implantadas, deberían vincular a gobernantes y gobernados. Hoy ya no lo hacen.
En cuarto lugar, las dudas e incertidumbres con respecto a la representación política y a los partidos que deberían mediar entre el Estado y la ciudadanía están erosionando las bases de un consenso que, con mucho esfuerzo, se fue estableciendo en los países centrales en el curso de las últimas décadas. Este mínimo de concordia provenía del hecho de que los partidos, desde la izquierda y la derecha, concurrían merced a un comportamiento moderado hacia un espacio de centro en cuyo seno se pactaban políticas y se apoyaban decisiones cruciales.
Gracias a ese consenso, el régimen presidencialista de los Estados Unidos, que nosotros en parte heredamos, pudo funcionar sin alteraciones bruscas aun en las circunstancias de "gobiernos divididos" (situaciones en las cuales un partido controla la presidencia y el Congreso permanece en manos de la oposición). Esta atmósfera está actualmente nublada porque ambos partidos, el Demócrata y el Republicano, se han fugado hacia los extremos en lugar de moverse hacia el centro.
Si bien los Estados Unidos han navegado la crisis financiera con mucha más pericia que los europeos debido a la soberanía monetaria que ellos ejercen (mientras los europeos la han delegado en el euro), a la confianza planetaria en el dólar y al impactante aumento de productividad de su economía inducido por la innovación tecnológica, esta fractura del tradicional consenso de la política norteamericana ha prendido luces de alarma en la opinión internacional. The Economist, por ejemplo, ya no habla de "gobierno dividido", sino de "gobierno quebrado". Obama es, en este sentido, una paradoja viviente: la presidencia histórica que introdujo en el más alto cargo de la Casa Blanca el color de los esclavos que la construyeron no pudo hasta este momento suturar el sistema de partidos y reconstruir el consenso perdido.
Como suele ocurrir en nuestro país, estos comentarios pueden sonar a eco lejano mientras nos ocupamos de la salud física y judicial de los que mandan, de las denuncias furibundas que embisten contra todo, de la erosión de la moneda y de la expansión de la inseguridad, del crimen organizado y del desempleo (esto es lo que crece, y no la economía). Sin embargo, estas carencias no son más que síntomas de un malestar más profundo hacia la forma en que nos gobernamos y practicamos la democracia. El populismo está condenado al fracaso, lo cual no significa que sepamos reemplazarlo con alternativas viables.
Aunque se empeñe en replegarse sobre sí misma, la Argentina está inmersa en el mundo y, al recibir las ráfagas del clima de la época en que nos toca vivir -una mutación histórica de alcance imprevisible-, hacemos aún más evidentes los graves desajustes en la economía, las falencias en la representación política que no cesan desde hace ya más de una década, y la incompetencia de los partidos para cimentar las bases del consenso en lugar de abonar constantemente la confrontación. El apetito por confrontar proviene sin duda del oficialismo, pero también radica en algunos personajes regeneracionistas ubicados en los rangos de la oposición. Eso sí: nos consolamos apostando a favor de una relación especial con China, la superpotencia al mismo tiempo milenaria y novedosa, cuyo perfil imperialista todavía es difuso y, por tanto, difícil de columbrar debido a que su proyección geopolítica recién comienza.
Si nos preguntáramos cómo contener estas corrientes negativas, que se esparcen por el mundo, podríamos concluir que prevalecerán los países con macroeconomías responsables y con partidos fuertes y convergentes. Cultivando su propia inutilidad, la Argentina sigue desperdiciando estos factores del buen gobierno democrático..

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