Legado

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lunes, 29 de diciembre de 2014

Derechos humanos, por encima de las ideologías

Los acuerdos sin espadas son tan sólo palabras, dijo el filósofo inglés Tomas Hobbes cuando el mundo todavía no había vivido la mayor tragedia contemporánea, el nazismo, que paradójicamente le dio al mundo un número elevado de palabras que no fueron respaldadas por el fusil, sino por el horror de la guerra: la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, esa bella utopía elaborada para proteger al ser humano de la crueldad y la opresión. Una revolución jurídica que obliga a las naciones que suscriben los tratados internacionales a ser observadas por los comités de derechos humanos que actúan como custodios y árbitros de esos derechos.
Es lo que sucedió cuando la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americanos visitó la Argentina en plena dictadura, en septiembre de 1979, y en su informe escribió: "La Comisión ha llegado a la conclusión de que, por acción de las autoridades públicas y sus agentes, en la República Argentina se cometieron durante el período a que se contrae este informe -1975 a 1979- numerosas y graves violaciones de los derechos humanos".
Había comenzado a develarse lo que deliberadamente se intentó ocultar: el plan sistemático de terror organizado desde el mismo Estado. La visita de la OEA había sido impulsada por Emilio Mignone, Graciela Fernández Meijide, Simón Lázara, Alfredo Bravo, Augusto Comte, miembros de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, auténticos militantes de esa causa a quienes jamás vimos ni jactarse ni enrostrarnos todo lo que hicieron en beneficio de la verdad y la libertad de los argentinos. Fueron ellos los que con valor y paciencia supieron aprovechar la asunción de James Carter a la presidencia de los Estados Unidos en enero de 1977. La subsecretaria de Derechos Humanos del Departamento de Estado norteamericano, Patricia Derian, visitó la Argentina ese año y tomó contacto con los organismos locales. Poco después, el Parlamento norteamericano emitió la enmienda Humphrey-Kennedy, que ponía límites a la venta de armas y a la ayuda exterior a los países gobernados por dictaduras.
En aquellos tiempos, sin partidos políticos, con censura en los medios y un sociedad maniatada por el miedo, miles de familiares vencieron su propio dolor y con esperanza acudieron ante los visitantes extranjeros de la OEA para denunciar la desaparición de sus hijos, esposos o hermanos. De mi madre y las otras madres conservé el recuerdo de los insultos que recibieron por parte de adolescentes vestidos con sus uniformes escolares, pantalón gris y blazer azul, que les gritaban "antiargentinas", adoctrinados eficazmente por la propaganda oficial y los alcahuetes de turno, los relatores de fútbol y muchos periodistas que desde sus micrófonos vociferaban y desafiaban la visita de la Comisión e instaban a ir a la Plaza de Mayo para festejar un triunfo futbolero en Japón y mostrar frente a la Comisión que los "argentinos somos derechos y humanos", la perversa y eficaz publicidad oficial.
Evito deliberadamente poner nombres porque se puede hablar de los males, la delación, la cobardía o sencillamente el miedo que distorsiona nuestras conductas, sin seguir tirándonos piedras entre nosotros cuando todavía nuestro tejado es de vidrio. En cambio, puedo reconocer esos rasgos de ocultamiento, mentira y propaganda, propios del autoritarismo, que como una lacra espiritual llegan hasta nuestros días y distorsionan la convivencia democrática. ¿Qué diferencia hay entre aquellos insultos adolescentes contra las madres y los escupitajos o las pelotas tiradas por los niños a modo de juego contra el rostro de los periodistas críticos o molestos para el poder? O con esos fusilamientos digitales que buscan matar la reputación de los que ejercemos el derecho a la crítica y la oposición política.
Cuando trato de imaginar la edad que tienen hoy aquellos adolescentes que insultaron a mi madre y a los familiares que esperaban en la Avenida de Mayo para denunciar ante la Comisión de la OEA, puedo entender que para compensar semejante culpa muchos estén hoy entre los que interpretaron el gesto teatral de descolgar el cuadro del dictador Videla como un compromiso con los derechos humanos y se enfurezcan con los que sabemos que la causa de los derechos humanos está muy lejos de ser, como debería, una cultura de vida, de respeto a los derechos de los otros.
En la Argentina, los derechos humanos, esa bella filosofía jurídica que trasciende las ideologías, siguen connotados con la muerte y se utilizan como propaganda de un gobierno, no como una cultura compartida de derechos e igualdad ante la ley. Más aún, la ceguera ideológica y la holgazanería intelectual ignoran deliberadamente que así como el gobierno de Carter salvó muchas vidas y fue esencial para romper la mentira del poder militar, fue Franklin Delano Roosevelt quien, en la década del 40, incentivó la institucionalización de los derechos humanos y, en su mensaje al Congreso en 1941, habló de las cuatro libertades que se debían defender para contraponerlas al poder de Hitler: la libertad de expresión, la libertad de religión, la libertad de vivir a salvo de las necesidades y la libertad de vivir a salvo del miedo. O sea: el derecho a decir, rezar a quien se quiera, vivir sin necesidades y sin miedo. Todo lo que aprendimos, también, en nuestro país cuando la democratización nos fue despojando de la mordaza y del terror.
Aún no hemos podido erradicar la pobreza y la inequidad social que invalidan la idea misma de democracia. Sin embargo, sin libertad para decir no podríamos exigir que falta el pan, decir que las estadísticas oficiales son inexactas o denunciar que vemos nuestra libertad amenazada por el miedo o la extorsión del poder.
El objetivo de los derechos humanos es, precisamente, proteger a la persona del abuso de poder y de la opresión. ¿Y quién viola los derechos sino aquel que debe cumplirlos y hacerlos cumplir, el Estado?
Resulta paradójico que nos jactemos de haber ido más lejos que nadie en el juicio y castigo a los jefes militares que torturaron y mataron en nombre de la "seguridad nacional" y no reparemos en que somos los más atrasados en el respeto a las cuatro libertades de las que hablaba Roosevelt, ya que se naturalizó que los periodistas sean censurados, pierdan sus trabajos o se les diga lo que tienen que decir sin que produzca escándalo que desde lo alto de la investidura se confunda información con propaganda, se busque acabar con la mediación de los medios en una clara subestimación de la capacidad de discernimiento de la ciudadanía.
Hemos contaminado de tal manera el debate público que sólo se opina sobre la opinión ajena; la personalización y la descalificación corren sueltas, y la dignidad que define la humanidad ha quedado reducida al número de la encuesta, pisoteada por la intolerancia y la desconfianza. Se invoca el Pacto de San José de Costa Rica, la Convención Americana de los Derechos Humanos, sin reparar en que en su artículo 13 se insta a los Estados a prohibir toda propaganda en favor de la guerra o en favor de la apología al odio nacional. De modo que los derechos humanos sólo conjugan con la paz.
Si las elecciones son o debieran ser el gran momento en el que una sociedad se mira a sí misma, en el debate electoral lo peor que nos puede pasar es que el tema de los derechos humanos se vuelva a politizar, quedando reducido así a lo que los niega, "el curro" de los que lucran detrás del Pañuelo Blanco, las víctimas que se ponen por encima de la ley, al igual que quienes los siguen asociando al pasado de muerte y no a la vida, la ciudadanía y la democracia.
Los derechos humanos, verdadero estandarte para las organizaciones que denunciaron a la dictadura, deben salir de las organizaciones para integrarse finalmente a las políticas del Estado de Derecho y así contribuir efectivamente a la construcción de una sociedad democrática y auténticamente progresista, ya que, como dice el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, "los derechos humanos son el patrón con el que medimos el progreso humano".

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