Legado

Legado

jueves, 7 de noviembre de 2013

Para una memoria de 1983 Por Juan Carlos Torre

Hoy hace 30 años era sábado. Un día más tarde, los diarios destacarían que durante toda la jornada cientos de personas se habían acercado a las oficinas del Registro Nacional de las Personas para retirar su documento de identidad. La muchedumbre había sido tal que la policía tuvo que intervenir para evitar incidentes. Hubo también numerosas personas que se desvanecieron como producto del agolpamiento en esa calurosa jornada de octubre, y como en ese tiempo nadie tenía teléfonos celulares no fue nada fácil avisar a sus familias. La urgencia de tanta gente por buscar sus documentos un sábado tenía una explicación. Era la víspera de un acontecimiento que esperaban con inocultable ansiedad: después de 10 años, casi 18 millones de argentinos iban a poder votar y escoger con su voto un rumbo político para el país que habitaban. Estaban, en fin, a las puertas de la ceremonia cívica que habría de devolver a quienes por tanto tiempo habían sido meros habitantes su condición de ciudadanos. El domingo 30 de octubre de 1983 los diarios porteños anunciaron con grandes titulares el evento a punto de culminar: "Se elegirá hoy en todo el país a las autoridades nacionales", se pudo leer en LA NACION; "Terminó la pesadilla", sentenció el diario Crónica; por su parte, Clarín prefirió una portada más lacónica y quizá más cercana al clima de ansiedad que nos dominaba: "Llegamos", tituló.

Permítanme que me introduzca en este testimonio. En una carta a una hermana mía residente en el extranjero, días más tarde escribí: "El 30 de octubre tomé el avión a las 10 de la mañana y viajé a Bahía Blanca, adonde tengo todavía fijado el domicilio. No quería perderme la ocasión. A las 13.30 voté por Alfonsín. A la noche regresé a Buenos Aires para comenzar con la vigilia del recuento de los votos. Muchos fueron los que se quedaron hasta las 5.30 de la madrugada, cuando se suspendió la información. Yo decidí a las 2 que la suerte estaba echada: el peronismo no superaba el 40% de los votos, y me fui a dormir. Como a todos aquí, el resultado de los comicios me sorprendió. La magnitud de la victoria de Alfonsín -que obtuvo el 52% de los sufragios frente al 40% que recibieron los peronistas- no estaba en mis cálculos. Si bien las encuestas preelectorales permitían entrever la posibilidad de un triunfo radical -por un margen más estrecho, es verdad-, quienes las hacían se resistían a creerlo. Tan arraigada ha estado entre nosotros la certidumbre de las mayorías electorales del peronismo que era difícil concebir un desenlace adverso".

"En una charla que di en mi reciente viaje a Nueva York, el 19 de octubre, sostuve -prosigue mi carta- que vivíamos en la víspera de un cambio político: era la primera vez que en casi 40 años el resultado de elecciones libres, sin proscripciones, se presentaba incierto. Ganara o perdiera -dije entonces- el peronismo estaba en tren de devenir una fuerza política más, dentro de un juego político más equilibrado. Sin embargo, en la charla de Nueva York no me atreví a descontar su derrota. El hecho es que se rompió el hechizo que pesaba sobre el país: Alfonsín ganó, el peronismo perdió. Una sensación de alivio se respira, porque los resultados electorales traen la promesa de un nuevo comienzo. Desde la noche del 30 de octubre nos interrogamos sobre lo que vendrá, con esa vaga esperanza que este país fabrica de tanto en tanto para mantenernos asociados a su destino justamente en el momento en que estábamos más que dispuestos a romper amarras y a declararlo un caso terminado, como muchos lo han venido haciendo a lo largo de los años eligiendo irse al extranjero. No me refiero al forzado exilio de tantos argentinos durante los años de la dictadura: me refiero más bien a esa hemorragia permanente de profesionales e intelectuales que han ido a buscar su destino fuera de la patria: me han dicho que en muchos hospitales de Nueva York hay un médico argentino. Porque he pensado más de una vez que la Argentina no tiene remedio, hoy estoy tironeado por ese estado de gracia que flota en el aire e invita a confiar una vez más en esa redención fugitiva que ahora se encarna en la figura de Alfonsín y también en la de tantos peronistas que se están levantando contra la soberbia de «los mariscales de la derrota». La reciente campaña electoral no se jugó en el plano de los programas de gobierno, sino que tuvo por eje visiones rivales de la convivencia política. Ganó aquel que prometía un orden político para un país en disgregación, la amistad cívica frente a la arrogancia de los ganadores de siempre, y fue esa promesa, la de un país habitable y decente en el marco del Estado de Derecho, la que movilizó el voto de la mayoría.

"Recuerdo con emoción el acto de cierre de la campaña de Alfonsín, que culminó cuando se preguntó, en forma retórica, por qué marchamos, por qué luchamos, y se respondió recitando párrafos del Preámbulo de nuestra Constitución: luchamos para «constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino». Recuerdo, digo, la vibración que me ganó todo el cuerpo al escuchar esas palabras en medio de la multitud que rodeó la Plaza de la República. Por cierto, una promesa semejante buscará realizarse en una situación política y económica que está lejos de ser propicia. Las hipotecas que dejó tras de sí la dictadura son grandes y urgentes: los desaparecidos, la derrota en Malvinas, la deuda externa. En un escenario semejante, la erosión de esa promesa es previsible, pero estoy convencido de que no debemos abandonarla porque ella habrá de ser nuestra coraza ante los avatares de la transición a la democracia."

Hasta aquí los párrafos de la carta que escribí a mi hermana para comentar los sucesos del 30 de octubre. Poco después leí en el diario Clarín un texto de Jorge Luis Borges que estaba en la misma sintonía de onda, pero, por supuesto, con una prosa más elocuente y certera.

Cito a continuación pasajes de aquel texto. "Escribí alguna vez -decía Borges- que la democracia es un abuso de la estadística: yo he recordado muchas veces aquel dictamen de Carlyle, que la definió como el caos provisto de urnas electorales. El 30 de octubre de 1983, la democracia argentina me ha refutado espléndidamente. Espléndida y asombrosamente. [.] Es casi una blasfemia pensar que lo que nos dio aquella fecha es la victoria de un partido y la derrota de otro. Nos enfrentaba un caos que, aquel día, tomó la decisión de ser un cosmos. Lo que fue una agonía puede ser una resurrección. La clara luz de la vigilia nos encandila un poco. Nadie ignora las formas que asumió esa pesadilla. El horror público de las bombas, el horror clandestino de los secuestros, de las torturas y las muertes, la ruina ética y económica, la corrupción, el hábito de la deshonra, las bravatas, la más misteriosa, ya que no la más larga, de las guerras que registra la historia. Sé harto bien que este catálogo es incompleto. Tantos años de iniquidad o de complacencia nos han manchado a todos. Tenemos que desandar un largo camino. Nuestra esperanza no debe ser impaciente. Son muchos e intrincados los problemas que un gobierno puede ser incapaz de resolver. Nos enfrentan arduas empresas y duros tiempos. Asistiremos, increíblemente, a un extraño espectáculo. El de un gobierno que condesciende al diálogo, que puede confesar que se ha equivocado, que prefiere la razón a la interjección, los argumentos a la mera amenaza. [.] No estaremos a merced de la bruma de los generales. La esperanza, que era casi imposible hace días, es ahora nuestro venturoso deber. Es un acto de fe que puede justificarnos", concluía Borges.

Con aquellas emociones de 1983, con las expectativas alumbradas el 30 de octubre, la historia argentina posterior hasta nuestros días ha sido por más de una razón motivo de decepción y desencanto. La experiencia de la decepción y el desencanto es una experiencia que conozco bien. Mi generación, la que accedió a la vida pública en la década de 1960, experimentó muy tempranamente un sentimiento de frustración frente a lo que el orden político existente -siempre al borde de la ilegalidad y aquejado por la falta de legitimidad- podía ofrecerle como lugar de realización personal. Ese sentimiento de frustración fue el caldo de cultivo de una variedad de actitudes, que fueron desde el cinismo político, esto es, la creencia en que la defensa de las instituciones políticas no valía la pena y que era mejor inversión replegarse sobre los intereses propios, aquí o en el extranjero, hasta la rebelión política que se convirtió poco a poco para muchos, y bajo la influencia de un clima ideológico de época, en la exaltación de la violencia como método para el logro de ideales políticos.

Vistas en perspectiva, tanto la indiferencia cívica como el recurso a las armas tuvieron, a mi juicio, mucho que ver con el advenimiento de la larga noche del horror que conocería el país y que el texto de Borges que les acabo de leer retrató con pinceladas duras y contundentes. Que no fueran las causas únicas, ya que un papel principal le correspondió a la dictadura, no exime a mi generación de la responsabilidad que le cupo en esa tragedia; una tragedia cuya magnitud los argentinos recién pudimos apreciar cuando luego del veredicto de las urnas, y tal como lo había prometido, Alfonsín ordenó el enjuiciamiento de las cúpulas militares y de los jefes de los movimientos guerrilleros.

Si he hablado de la responsabilidad de mi generación en esa tragedia argentina, a contramano de la mirada caritativa con que algunos contemplan hoy en día nuestro pasado, es porque el legado que debemos transmitirles a ustedes, jóvenes recién graduados que no vivieron esos años, es la consigna de "Nunca Más fuera de la ley" que, junto con el retorno de la democracia, se plasmó en el voto de octubre de 1983. Las conmemoraciones, como ésta que hacemos hoy, son operaciones políticas sobre la memoria que buscan en el pasado un mensaje pertinente a las necesidades del presente. He querido colocar bajo la evocación de 1983 la ceremonia de graduación porque es mi convencimiento que esta universidad no sólo es una incubadora de talentos y destrezas; ella también aspira a inculcar en ustedes y más allá de la decepción y el desencanto, la obstinación por la esperanza en una Argentina democrática siempre y siempre perfectible.

Les deseo muy buena suerte. Muchas gracias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario