Legado

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lunes, 4 de febrero de 2013

La otra gran fractura que divide al país: ricos y pobres Por Luis Alberto Romero

s común decir que siempre han existido "dos Argentinas". Con formas diferentes, pero con un fondo común, y una valoración. Por ejemplo, "la ciudad y el campo", "el puerto y el interior", "criollos e inmigrantes", "masas y elites", "lo nacional y lo liberal", un término que puede reemplazarse por "cosmopolita" o "neoliberal".

En los años 30, Eduardo Mallea lo formuló de manera más sutil. Contrapuso una "Argentina visible" y despreciable -cada uno podía incluir allí lo que más detestaba- con otra "invisible" y mejor, que alguna vez emergería, en la que cada quien podía declararse incluido.

Son todas variantes de una idea más amplia: la del "ser nacional", la Argentina esencial y prístina, que muchos han querido definir, entre otros motivos, para poder sepultar a sus ocasionales enemigos en las infernales profundidades de lo antiargentino. Quizá también -como Mallea- para explicarse sus fracasos o para ilusionarse con futuras reivindicaciones.

En general, suele ser una actitud intelectual perezosa y maniquea, que se conforma con asignar entidad profunda a simples observaciones ocasionales.

Los historiadores desconfiamos de las explicaciones simples que quieren resumir en un solo tajo las variadas y cambiantes contradicciones de una sociedad. Pero debemos admitir que en el siglo XX la Argentina ha estado efectivamente recorrida por una brecha cultural, ideológica y política, y que el país ha vivido dividido en dos campos. Las divisiones variaron de contenidos; los protagonistas se alinearon de maneras diversas y cambiantes, pero, en verdad, los tiempos de brecha, de denegación recíproca entre las partes han sido muchos más que los de tolerable convivencia en la diversidad.

Sin duda, divisiones similares se encuentran en el siglo XIX. Pero el siglo XX aporta dos singularidades. Existe un Estado organizado, que monopoliza la fuerza legítima, reduce al mínimo los enfrentamientos armados y encauza los conflictos al terreno cultural, ideológico o político. A la vez, una creciente democratización conformó un público amplio para las divergencias de las elites, que se trasladaron del salón a la plaza, con el consiguiente cambio de estilo y énfasis.

Desde el comienzo del siglo XX se fue conformando una brecha en las ideas. En sus manifestaciones iniciales colocó de un lado a un polivalente liberalismo y del otro al pensamiento nacional, católico, popular o autoritario; era ése un campo en formación y heterogéneo, cuyas diferencias se advertían en sus distintas maneras de centrar la esencia de lo nacional. Esta confrontación cultural, inicialmente mal avenida con la política, se plasmó políticamente con la Guerra Civil Española primero, y luego, sucesivamente, con la Segunda Guerra Mundial, el peronismo, el ciclo de su proscripción luego de 1955 y la movilización militante de los años sesenta y setenta.

Aunque hay continuidades, la diversidad de las sucesivas antinomias es grande. Por ejemplo, el antiimperialismo de 1920 se parece en algo al de 1970, pero es bastante distinto. Tampoco los actores sociales y políticos quedaron fijos; frecuentemente cambiaron de lugar y se reagruparon de manera distinta. Basta pensar en la prodigiosa recomposición del campo que hizo Perón entre 1944 y 1946, cuando vació al antifascismo de guerra de su base obrera y sindical. Pero aunque los motivos y los actores fueron cambiantes, la brecha, como forma de convivencia política, recorrió siete décadas de la historia argentina, hasta culminar en la violencia desatada de los años setenta.

Lo curioso es que, hasta este espasmo final, esta brecha política existió en una sociedad que, en otras dimensiones más profundas, tendía fuertemente a la integración. La Argentina anterior a los setenta fue un país relativamente próspero, que de un modo u otro incorporó y dio empleo a sucesivas camadas de recién llegados: la migración europea de principios de siglo, la de los países limítrofes desde los años sesenta y, entre ambas, toda la migración del interior a los centros urbanos del litoral. Fue una sociedad dinámica, de oportunidades y de una movilidad tan visible que configuró un imaginario. Por supuesto no faltaron conflictos, pero se desarrollaron dentro de una matriz capaz de contenerlos. Incluso cuando se hicieron más agudos, después de 1955, los conflictos económicos se canalizaron a través de la negociación corporativa, como era habitual en el mundo por entonces.

Hay otra parte de la historia, que no voy a tocar aquí, y que se refiere a la explosión de violencia de los años setenta. Sólo quiero subrayar que hasta entonces la brecha ideológica y política, que terminaría estallando, se desenvolvió en un país en el que el conflicto social, con ser significativo, estaba acotado por la movilidad, la integración y la institucionalización. Otro país.

En los años setenta las pasiones ideológicas se transformaron en carnicería. Al final del ciclo, en 1983, el país conoció el primer intento serio, profundo y consensuado de constituir una convivencia política fundada en la ley y en el pluralismo. Se habló de República, Estado de Derecho, discusión racional, aceptación de las diferencias y valoración del pluralismo. Como muchos, creí que era una bisagra en la historia argentina. Aquellas divisiones en las que había transcurrido mi vida y la de mis padres les serían ahorradas a mis hijos. Ya no habría "dos Argentinas", sino una, diversa y convivial.

El recreo duró poco. Primero comenzó a derrumbarse el Estado de Derecho, bajo la piqueta del presidencialismo de emergencia de Menem, que sin embargo mantuvo el tono convivial y amable. La faena prosiguió con los Kirchner, que agregaron la crispación, el enfrentamiento y lo que elegantemente se ha llamado el "sentido agonal de la política".

Con ser doloroso, es un problema al que estamos acostumbrados, como la inflación. Quizá nuestros hijos se acostumbrarían. Pero transcurre en una Argentina distinta. En las últimas cuatro décadas aquella sociedad móvil, integrativa y continua, toda matices, se ha partido en dos: blanco y negro. Es posible realizar un análisis más complejo, pero la brecha actual se impone por su contundencia y por su novedad. Como nunca antes, la Argentina tiene hoy un mundo de la pobreza, enorme -casi la mitad de los argentinos-, compacto y coherente. Tiene su propia organización, centrada en asegurar la subsistencia; tiene sus ideas, valores y sentidos de la vida, muy distintos de los de la sociedad integrada; tiene un tipo de relación con la ley y el Estado completamente singular. Un mundo tan fascinante como terrible, en el que vive la mitad de nuestros compatriotas.

La pobreza se ha convertido en algo natural. Lo que asombró en 2001 hoy forma parte del paisaje cotidiano. Los mundos no están separados. No sólo son frágiles los límites que unos quieren poner, con rejas o servicios de vigilancia. También han surgido quienes sacan su beneficio, haciendo negocios o políticas. El puestero de La Salada o el puntero barrial, al igual que el dealer , son eslabones de cadenas que llevan muy lejos, y unen, a su manera, los mundos escindidos. Un análisis cuidadoso destacaría los múltiples contactos entre ambas Argentinas. Pero una buena fotografía basta para convencernos de que la brecha existe. Hoy, efectivamente, hay dos Argentinas.

Es curioso que quienes discuten apasionadamente sobre la brecha ideológica no la pongan en relación con esta brecha social. Quizá porque aquélla, como otras veces antes, transcurre en el mundo de lo imaginario, donde por ejemplo es posible decir que desde hace diez años se está "incluyendo" a los pobres. En el mundo de la sociedad concreta es más difícil decirlo y, sobre todo, creerlo. Algún día habrá que suturar la brecha ideológica. Pero me parece que quienes se proponen empezar a reconstruir una Argentina "normal" -como decía el difunto presidente Kirchner- deben proponerse como prioridad el reintegrar a los pobres al país, y volver a tener una sola Argentina.

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