Legado

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lunes, 22 de octubre de 2012

Democracia armada, o la política como una forma de la guerra -TOMAS ABRAHAM

Nadie va a resolver de una buena vez por todas el problema de qué es un régimen democrático y cuáles son sus características definitivas. 2.500 años de filosofía no cerraron el bucle y el debate prosigue. Hay quienes prefieren –como Laclau– hacer uso de esquemas abstractos y remiten sus afirmaciones a los autores clásicos para discutir acerca de qué es una representación política, interrogarse acerca de cuáles son los modos en que se establecen las relaciones entre representantes y representados, elaborar esquemas sobre la conformación de una voluntad popular, hacer una lectura política del funcionamiento de las instituciones y reflexionar sobre las relaciones entre el Estado y la sociedad.
Estos manuales breves o farragosos sobre teoría política eluden la historia concreta de las formaciones sociales y disimulan el aspecto oportunista de sus presentaciones. No digo estratégico sino oportunista. Lejos de aspirar a un análisis de la situación política argentina, Ernesto Laclau intenta una vez más –en el texto desgrabado de una conferencia publicado en este diario la semana pasada– dar letra a las ambiciones del personal gubernamental kirchnerista, que indudablemente aspira a perpetuarse en el poder, colonizar el Estado y unirse a quienes se preparan para celebrar el 7D.
La preocupación que lo desvela es que el kirchnerismo no se deje arrinconar por dos enemigos políticos: uno es el liberal constitucionalista, y el otro es el libertario izquierdista. El primero representa para él el orden conservador que detrás de su prédica a favor de la consolidación de las instituciones no hace más que defender los intereses del capital. El otro, el paleoizquierdista, como lo llama Verbitsky, plantea un nuevo riesgo ya que en nombre de variadas formas de democracia directa no consolida las demandas populares en aparato estatal alguno y termina por disolverse en la inorganicidad.
En medio está el populismo kirchnerista, que lo llena de optimismo. Reconoce que se corre el peligro de que el líder de las masas se “autonomice”, como dice con ternura, y se convierta en algo que no se atreve a llamar por su nombre: un dictador. Pero quien se compromete en la lucha política sabe que, recuerda Laclau, citando a un ídolo legendario que describía los gajes del oficio, Lenin: “Hacer política es siempre caminar entre precipicios”.
Como cita es extraña, entre precipicios, por lo general, uno cae en el abismo, seguramente que se trata en este caso del borde de los mismos. Y así fue, Lenin tenía razón, mientras él caminaba por los bordes, Stalin decidió arrojar al pueblo ruso al foso de uno de los mayores genocidios del siglo XX, que fue coronado con gloria morir por los cantos de la izquierda.
Laclau dice que los representantes del pueblo no sólo deben cumplir con el mandato delegado por los ciudadanos, sino que tienen por misión modelar la voluntad popular. Sostiene que a veces el pueblo es débil y no sabe ni puede tener la fuerza política suficiente para luchar por sus intereses, y que por eso, desde la cúspide, la tarea del jefe o jefa junto a sus adláteres es la de crear las condiciones para lograr el triunfo popular. Y esto se hace sin consulta previa, se hace porque se debe hacer, porque la historia lo pide, porque la vanguardia revolucionaria así lo establece y porque la masa de pobres estará agradecida de por vida a la conducción que desde Tecnópolis a la Biblioteca Nacional marca el camino de la liberación.

Linda música. Ya la escuchamos. Es el canto de la lucha armada del sistema de los 70. Su guión no ha variado, sus palabras dicen: el sistema representativo está en crisis, el parlamentarismo es un teatro de comedias, las instituciones, como insiste Laclau, no son “neutrales”, por lo que el Poder Judicial responde a intereses reaccionarios y sólo valen las sentencias del tribunal popular, los medios de comunicación están al servicio de las corporaciones, el capitalismo hace agua, etc.
La conclusión es obvia. El líder y las masas llevan a cabo la revuelta popular, y en nuestro país la conducción de Cristina Fernández junto a Julio De Vido, Guillermo Moreno, Florencio Randazzo, Sergio Berti, Jorge Capitanich, Héctor Timerman, Carlos Zannini, Axel Kicillof y Amado Boudou guiará a los batallones de Emilio Pérsico, Luis D’Elía y Milagro Sala hacia la gesta nacional y popular, les guste o no a los millones de argentinos que no se han convencido de la naturaleza liberadora de la cruzada populista.
Tiene razón Laclau, el parlamentarismo no es garantía de democracia. Pero lo que olvida es que la ausencia de parlamentarismo lo es menos. Los Parlamentos se crearon en el siglo XVII para destronar el absolutismo y frenar las guerras civiles que ensangrentaron un continente. La actividad parlamentaria volvió a recrearse a fines de la década del cuarenta del siglo pasado en los países europeos para evitar la aparición de un nuevo Führer. Por supuesto que el sistema representativo está en crisis, hace rato que lo está, por eso debe reforzarse con nuevos organismos de control ciudadano. Los distintos sectores de la sociedad deben estar representados en los mismos. Son diversos porque en la Argentina vive gente diversa, no sólo el palco de aplaudidores de conferencistas itinerantes. Hay católicos que van por millones a Luján, una clase media que quiere ir a veranear, millones que separan una parte de sus ingresos para enviar a sus hijos a colegios privados, trabajadores agremiados que ya son clase media y tienen su auto, mucha gente que quiere ahorrar con una moneda que no se deprecie cada mes para comprarse una casa, consumidores que le hacen caso a un gobierno que los manda a comprar un plasma cada mes y les pide que gasten más de lo que tienen para sostener el modelo. Hay de todo, además de quienes sólo viven de la asistencia del Estado marginados en villas y en suburbios, asalariados con un sueldo de pobreza por falta de un trabajo remunerado en blanco.
Sólo los que pregonan vandalismos de cartón desde sus despachos, redacciones y cátedras pueden soñar con una especie de limpieza étnica que elimine de la escena social a los “rubios”. El resentimiento pequeñoburgués siempre fue antiburgués.
Y existe la libertad. Y la libertad no la regala el poder; por el contrario, el poder quiere arrebatarla. La libertad sólo puede ser garantizada por la ley y la autoridad. Claro que las instituciones no son neutrales, en ellas hay luchas por los espacios de poder, pero no son un juguete del capital.
Por el contrario, si no fuera por las instituciones y sus normas, la sociedad estaría a merced de las armas y del dinero, las dos fuentes de la dominación. Al poder político se lo controla, no sólo el Parlamento, sino el periodismo también, sea del color que sea, lo hacen las iglesias, las asociaciones profesionales, las ONG, la gente en la calle con cacerolas o con bombos, las corporaciones que con sus intereses fragmentan y diseminan las energías en una sociedad competitiva globalizada. Sólo un paranoico de mala fe con aspiraciones de despotismo ilustrado cree y desea que el poder sea uno solo, ya sea en manos de un jefe o jefa, o zarandeado por una entelequia fantasmal que poscomunistas cesantes llaman “multitud”. Por eso es tan difícil la práctica política, por eso no le sirven los intelectuales que no entienden de diversidad y complejidad, y que venden jacobinismo barato.
Que en Bolivia se vive un proceso democratizador, como festeja Laclau, es posible, se trata de un país en el que al fin las mayorías tienen voz y recuperan sus símbolos de antaño. Pero no es para regodearse en la felicidad precolombina. Más de uno me decía en La Paz que quería estudiar chino, y no para leer a Lao Tsé, y menos a Mao.
Que en Venezuela hay un ejemplo a seguir. Dios nos libre y guarde de vivir bajo el paraguas militar de una oligarquía petrolera que distribuye sí recursos en escuelas y clínicas, y mucho más entre generales, coroneles y asociados. ¿Tan mal estamos que ése es nuestro mejor ejemplo?
¿Qué hubiera pasado en Venezuela si ganaba Capriles? Aquellos que piensan como Laclau habrían denunciado un fraude electoral, o en caso de no poder demostrarlo, habrían consultado el manual del politólogo marxiano para explicar que el pueblo fue alienado y su conciencia manipulada. Pero al ganar Chávez festejan la democracia y hablan del éxito de la construcción de la voluntad popular.
El pueblo es una muñeca de trapo para uso de teoricistas.
La democracia no se define por sacar a gente de la pobreza. De ser así, los jerarcas de Tiananmen que imperan en la China serían los héroes de la historia mundial, para no hablar de Hitler, que entre 1933 y 1937 llevó a cabo el primer “milagro alemán”.
La construcción de la democracia no es una tarea a resolver con citas bravas de Gramsci ni con buenas intenciones republicanas en el continente más desigual del mundo; al menos podríamos reconocer la dificultad de componer en una misma frase libertad y necesidad, libertad e igualdad o, como hoy se agrega, libertad y seguridad, que nos obliga a pensar de nuevo sin remitirnos a aventuras amortizadas que terminaron en una tragedia, o de contribuir una vez más a una incitación a la violencia de acuerdo al paradigma que interpreta a la política como una de las formas de la guerra, y con una forma de pensar sectaria que sin enemigos internos muere de inanición.


Qué dijo el padre del “populismo bien visto”
El filósofo Ernesto Laclau estuvo el viernes 12 en Tecnópolis, en el ciclo Debates y Combates, organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación.
Como el llamado “padre filosófico del cristinismo” no otorga entrevistas a este diario, PERFIL volcó su exposición en su edición del domingo pasado. Aquí, algunos de sus dichos:
“Las instituciones nunca son neutrales, por eso, todo proceso de cambio radical de la sociedad, como el que estamos viviendo en nuestro país, necesariamente va a chocar en varios puntos con el odio institucional emergente”.
“La representación política no tiene por qué ser representación parlamentaria, puede haber representación a distintos niveles en los que se constituye el poder social, como las misiones en Venezuela, las revoluciones sociales en el Ecuador, varios procesos argentinos que han abrazado la misma dirección o el proceso boliviano”.
“Gramsci habló de un proceso, que llamó hegemonía, a través del cual se construía lo que él llamaba un Estado integral. Si nosotros pensamos en los procesos latinoamericanos actuales a la luz de las categorías de Estado integral gramscianas, muchos aspectos de este proceso se ven con más claridad”.

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