Legado

lunes, 14 de mayo de 2012
REFUTACION - PEPE ELIASCHEV
Todavía no se ven. Y tampoco serán visibles en el corto ni el mediano plazo. Pero nos vamos aproximando muy lenta, aunque inexorablemente, a unos cambios epocales. La Argentina de hoy transcurre formateada en lo esencial hace ya una docena de años. Es el producto de la desilusión democrática. También de los golpes demoledores de las andanzas seudoliberales. Ese espacio se va extinguiendo. Bien entendido, el entusiasmo por ciertas políticas, gestos y opciones perdurará largamente. Ha sido muy fuerte y masiva la deriva del país hacia un entero universo donde derechos y garantías han ocupado la casi totalidad de la agenda cotidiana.
Eso no se desarma enseguida y de hecho configura un mundo cuyos valores se prolongarán por años. Pero serán los grandes centros metropolitanos del país los que, tal vez sin mayor conciencia hoy de lo que realmente prefieren, presionarán fuertemente en un futuro no remoto para modificar el statu quo que la Argentina esposó desde fines de la década del 90.
Mucho de lo grave que ha sucedido en estos tres últimos lustros no es producto de la casualidad. Si la Argentina “liberal” y market-friendly de hace veinte años estuvo empapada de impostura, estafa y sobreactuación, el modelo simétricamente contrapuesto instalado en 2003 incluye también una fuerte dosis de falsedades y dogmatismos igualmente desorbitados.
En este escenario, el caso de la ciudad de Buenos Aires es llamativo y exige un diagnóstico. La misma evolución de los acontecimientos ha puesto a Mauricio Macri, pintado durante años como un anodino y perezoso “hijo de papá”, en un sitial de oferta alternativa al que el propio kirchnerismo eligió como enemigo letal. Más allá de lo que sepan o puedan hacer Macri y sus asesores, la última tabla rasa que el nacional-populismo en funciones hizo con radicales y socialistas puso el péndulo de la opción en una sola zona, la que ocupa el espacio macrista. No es cuestión de opiniones subjetivas, es lo que muestra el desarrollo de los acontecimientos. Protegido de la paliza cristinista de octubre de 2011 por no haberse presentado al trofeo máximo, Macri tuvo el reflejo de diferenciarse ante la embestida contra YPF. El que no arriesga, nada tiene para perder, y eso el ingeniero lo hizo con audacia. Era una señal y un gesto elocuente, más que un tema de supuesta soberanía energética.
Es imposible saber, al desplegarse la segunda parte de 2012, si la sociedad civil argentina percibe ya la necesidad de modificar las premisas con las que este país se viene manejando hace diez años. Tal vez los espasmos transformadores sean aún muy inmaduros, pero los países suelen ignorar cuán fuertes cambios están dispuestos a soportar hasta que no se zambullen en ellos.
Se ha venido viviendo en un océano de entusiasmos arcaicos. Un solo ejemplo es elocuente y ejemplificador: desde la nomenclatura gobernante se predica que la rentabilidad de las empresas privadas e incluso estatales es una categoría negativa o en todo caso sospechosa. Los batallones de “cuadros” con los que el oficialismo roció las conducciones de todas las jerarquías del país predican un stalinismo voluntarista al que se amolda ese nacional-populismo que tanto se parece a las ordalías de la burguesía nacional entre 1973 y 1976. La última moda recoge los desvaríos de las economías centralmente planificadas que estallaron en el mundo hace ya casi 25 años: Guillermo Moreno prohibió la importación de los sabrosos y elitistas jamones serranos y de Parma, de España e Italia.
Otro eje de la rutina de estos nueve años argentinos ha sido la decisión oficial de mantenerse de manera airada y provocadora en el terreno del conflicto eterno como única razón de ser de su lugar en el mundo. ¿La mayoría de los argentinos sigue admirando ese estilo de paliza permanente con que el Gobierno trata a quienes no adhieren a él?
En este escenario se dramatizan y ponen en marcha decisiones de largo aliento y ambiciosa proyección. En el Gobierno y en sus mesas de análisis político, hace años que se ha optado por una apuesta estratégica con costos y dinámica propia. Ven a las clases medias de las ciudades, empezando por la vituperada burguesía porteña, como materia humana a someter y disciplinar. No hay que dejarse marear por las folclóricas frivolidades de nuevos ricos en Puerto Madero y El Calafate; el oficialismo se atrinchera en los suburbios más indigentes como espacio de control y hegemonía, sujeto social en el que se apoya en su puja contra lo que definen como ciudadela enemiga.
En esos espacios, la Presidenta construyó una popularidad cementada en el consumo cebado y en el derrame permanente de recursos estatales. No podrán gobernar Capital Federal, Rosario y Córdoba, las tres mayores ciudades del país, pero han hecho y harán lo necesario para “plebeyizarla” con movimientos demográficos, políticas migratorias y el uso inapelable de la herramienta presupuestaria. Esto tiene precios colosales. Uno de ellos se advierte cada día más en una ciudad de Buenos Aires que no será Chihuahua o Ciudad Juárez, pero donde los niveles de crueldad criminal y de naturalización del robo crecen sin parar. La Casa Rosada se desentendió de este fenómeno y hasta la antes arrogante ministra de Seguridad ya ni siquiera rebate públicamente las denuncias contra la corrupción sistémica de una Policía Federal explícitamente desnudada como socia evidente de variadas formas de ilegalidad. Que la Capital se las arregle: ése resulta ser ahora el credo oficial, producto de una resignación fatalista, que lleva a gobernar con las masas clientelizadas y menos informadas.
En estas fisuras de la orografía política nacional se pueden ir divisando las nuevas claves de la década en curso, muy probablemente pautadas por una confusa y –sin embargo– resuelta búsqueda. Al cabo, otros serán los horizontes y (tal vez) diferentes los métodos. Como lo conceptualiza Joaquín Morales Solá: la Argentina está incubando el programa y los sujetos sociales que se encargarán de consumar la “refutación histórica del kirchnerismo”. Claro, no es para hoy, ni tampoco para mañana, pero nunca se sabe.
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