Legado

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martes, 8 de mayo de 2012

El peligro de caer en un nacionalismo infantil - Por Jorge Fernández Díaz

Del colorido kit ideológico kirchnerista surge con mayor énfasis que nunca la palabra "nacionalismo". Domesticado el "establishment" (come de su mano), acorralada la "oligarquía vacuna" (el campo ya no tiene poder de movilización), derrotada la oposición política (no sabe a qué oponerse) y eclipsados los "medios hegemónicos"(avanza una gigantesca corporación mediática sostenida por el Estado), el kirchnerismo busca enemigos flamantes para librar contra ellos "quijotescas" batallas. Su aparato digestivo se alimenta de monstruos perversos y la tropa se pone ociosa e irritada si carece de alguna motivación sanguínea. Es que la épica no funciona si sólo se trata de administrar y ser eficientes. En este tercer mandato toca luchar contra las grandes potencias y contra los miserables cipayos. Dentro de esa tradicional lógica nacionalista se inscribe el marketing malvinero y el discurso ramplón desplegado por la militancia luego de la expropiación de YPF. Es importante para mí confesar, a estas alturas del partido, que el kirchnerismo me resulta un movimiento fascinante, oscuro y luminoso, excepcional en sus cualidades de política real y nefasto en sus prácticas facciosas y divisionistas. Semana tras semana intento escribir de otra cosa y no lo consigo: el kirchnerismo me interpela, me sorprende, me ofende, me repugna y me provoca admiración. Me tiene, como una gran película, al borde de la silla, comiéndome las uñas. No cabe la menor duda de que el nacionalismo, que está en su genoma, es un componente necesario para la construcción de cualquier país: no hay ninguna república relevante que no sea culturalmente nacionalista, desde Estados Unidos y Rusia hasta Francia, Alemania y Japón. Quienes abominan de esa voluntad nacional están negando la fórmula del éxito. El problema, claro está, se encuentra en los grados de nacionalismo que un país puede desarrollar. Ningún país excesivamente nacionalista ha dejado de ser cerrado, autoritario y decadente. Ningún nacionalismo logra, en estos tiempos modernos y multilaterales, una prosperidad que no sea efímera. Intento cuestionar aquí el relato según el cual si critico la forma en que se confiscó YPF, estoy en contra de que el petróleo sea nacional o trabajo para Repsol y la Corona española. También la idea de que soy un cipayo si opino que el spot de los Juegos Olímpicos filmado secretamente en Malvinas y divulgado por Presidencia de la Nación, me parece una peligrosa chiquilinada chauvinista. O que la oferta de "dale una oportunidad a la paz" con que nos dirigimos a los flemáticos burócratas del Foreign Office me suena a una triste perogrullada. Cuestiono, a su vez, la posibilidad de que uno esté defendiendo inexorablemente los intereses británicos si no convalida el papelón que hizo nuestra embajadora en Londres al interpelar, en público y fuera de lugar, al canciller inglés, en una de las maniobras más burdas de la diplomacia de los últimos años. Describo todos estos golpes de efecto porque oí que nuestra presidenta pronunciaba una frase inquietante acerca de este último incidente: "El canciller inglés se molestó -dijo Cristina esta semana-. Lo que no me parece lógico es que se hayan molestado algunos argentinos, como he leído en algunos medios". La articulación de ese párrafo sugiere que no es patriótico estar preocupado por la imagen de nuestro país en el mundo. Al revés, yo creo que un nacionalista verdadero jamás deja de sufrir cuando se daña la marca Argentina. Ni cuando esa marca queda asociada a arbitrariedades jurídicas, discursos hostiles contra las inversiones y gestualidades bananeras. Tienden a pensar los militantes nacionalistas que el capital extranjero siempre se reduce a multinacionales vampíricas que vienen a chupar la sangre del pueblo y que trabajan para el imperialismo. Cristina es mucho más inteligente que eso, pero no es lo suficientemente didáctica con sus soldados. A la maestra y a los discípulos deberían preocuparles los datos de la Cepal: el mundo invierte muchísimo más en Brasil, México, Colombia y hasta en Perú que en la Argentina. ¿Puede un hombre que quiere a su Patria alegrarse ante esta evidencia? Si eso es el nacionalismo, me temo que estoy con Albert Camus, quien dijo alguna vez: "Amo demasiado a mi país para ser nacionalista". Tampoco soy, a pesar de todo, apocalíptico. Pienso que todavía la Argentina no se chavizó lo suficiente como para convertirse en parodia, y que los capitales menos escrupulosos hacen de tripas corazón cuando huelen el oro negro. Pero estamos hablando de otra cosa. Hablamos, por ejemplo, de Brasil, quizá la sociedad más nacionalista de América latina, y de cómo los brasileños cuidan su reputación global, son una aspiradora de inversores, se esfuerzan por garantizar seguridad jurídica y envían al mundo el mensaje de que luchan contra la corrupción. Aquí hubo una buena y una mala noticia. La buena es la recuperación del petróleo. La mala es la euforia patriotera con que se la rodeó. La administración de YPF es una gran incógnita. Y a propósito: no parece muy patriótico recuperar la línea aérea de bandera y fracasar a la hora de administrarla. No hay nada más patriótico que manejar bien los activos del Estado. Ni nada más antinacional, más funcional a los privatizadores patológicos, que la gestión bochornosa de una empresa estatizada. El kirchnerismo inteligente debería cuidarse mucho de no convertirse en un malversador serial de grandes causas.

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