Legado

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jueves, 3 de noviembre de 2011

LOS INDIGNADOS - JOSE NUN

E

ste año pasará a la historia como el año en que adquirió una fuerza arrolladora la ola de descontento que recorre buena parte del mundo. Varían sus escenarios y también sus causas inmediatas. A fines de 2010 comenzó la "primavera árabe". Después, las movilizaciones se extendieron desde Grecia hasta Alemania y desde Jerusalén hasta Nueva Delhi. El 15 de mayo aparecieron los "indignados" españoles. En septiembre se inició el sitio simbólico a Wall Street. Y en octubre, el proclamado "Día de la Revolución Mundial" suscitó adhesiones multitudinarias en casi 1000 ciudades de 82 países. ¿Qué está pasando? Las demandas de igualdad y de justicia social aparecen como los denominadores comunes del fenómeno. Pero sus desencadenantes son diversos y aquí me ocuparé del que más puede afectarnos. Por eso elijo hablar, en especial, de Estados Unidos.

Hay un primer nivel de análisis que es lisa y llanamente el del escándalo. En 2008, el año en que estalló la crisis económica mundial, los directivos de las principales empresas que la provocaron recibieron las mayores bonificaciones de la historia. Más aún, usaron para ello una parte de los cuantiosos fondos de rescate que obtuvieron del gobierno. Hasta The Economist , la muy flemática y conservadora publicación inglesa, expresó su desagrado y no se privó de hablar de "saqueo" y de "extorsión" (31/01/2009). Tampoco logró contenerse Dick Durbin, encumbrado senador demócrata: "Francamente, los bancos son los dueños de este lugar".

Avancemos un paso más. Desde la Gran Depresión, nunca hubo en Estados Unidos una desigualdad de ingresos y de riqueza tan alta como la actual. Entre 1979 y 2007 (antes de la crisis), el 1% de las familias más ricas se apropió del 60% del crecimiento total de la riqueza. Inversamente, el 90% de los hogares recibió menos del 9%. Como se desprende de estos datos, se trata de un proceso sostenido que cubrió casi tres décadas. ¿Por qué, entonces, la protesta surge recién ahora?

Han operado dos factores en particular que se volvieron muy evidentes. Desde la Segunda Guerra Mundial, una de las grandes diferencias entre los modelos de desarrollo norteamericano y europeo fue que aquél fincó el bienestar colectivo en el crecimiento del empleo, mientras que el segundo le dio especial énfasis a la protección social. De ahí que, comparativamente, las tasas de desocupación de Estados Unidos hayan sido siempre más bajas y los Estados de Bienestar europeos, mucho más potentes. También fue distinta la tolerancia respectiva ante la desigualdad. Según el credo norteamericano, el capitalismo se encarga de dar trabajo, y si las leyes y las oportunidades son iguales para todos, es legítimo que haya quienes se enriquezcan más que otros. From rags to riches (de los harapos a las riquezas) gracias al esfuerzo personal sigue siendo uno de sus mitos constitutivos.

Estos son precisamente los dos factores que se derrumbaron en forma estrepitosa. La tasa de desocupación de Estados Unidos es hoy semejante a la de 1929/30, dejando a un lado las manipulaciones estadísticas. Sucede que, desde 1994, se decidió que el desempleo superior a un año fuera excluido del cálculo; si se lo incluyese, su volumen superaría ahora el 22% (y el 40% entre los jóvenes). Esto es, hace rato que el sistema en su conjunto ya casi no crea puestos de trabajo. Por si fuera poco, la crisis hizo variar también las percepciones de la gente acerca de cómo acumularon realmente su fortuna muchos de los ricos. Se explica la indignación general cuando quedaron al descubierto los fraudes masivos de los poderosos, protegidos por los políticos. La desigualdad se volvió intolerable y la protesta sentó sus reales frente a Wall Street, para esparcirse enseguida por el resto del país. Tres semanas después, el propio presidente Obama declaraba que "entendía a los manifestantes" y el economista Paul Krugman calificaba a Wall Street como "una fuerza destructiva, económica y políticamente". (A su vez, los presidentes de la Comisión Europea y del Consejo de Europa consideraron "legítimas" y "comprensibles" las movilizaciones similares que tenían lugar en sus países.) En cambio, Mitt Romney, precandidato republicano a la presidencia, anunció que había comenzado la "guerra de clases". (La historia se repite pero sus lecciones no se aprenden. En 1919, cuando se inició en Turín el movimiento de los consejos de fábrica, Giovanni Agnelli, presidente de la Fiat, usó exactamente las mismas palabras que Romney. Claro que el final no fue el socialismo sino el ascenso al poder de Mussolini, que había fundado ese año los fascios italianos. Conviene no olvidar que en Estados Unidos viene creciendo desde 2009 el Tea Party.)

Existe un tercer factor, que es estructural y requiere alguna elaboración. Desde el fin de la guerra, a ambos lados del océano, la principal preocupación macroeconómica había sido el empleo, que, de la mano de Keynes, se consideraba una inversión y no un gasto. Fue uno de los soportes de los llamados "30 años gloriosos", cuando en la agenda empresaria tenían mucho menos relevancia los accionistas que los trabajadores, los clientes y la competencia. Esto dejó de ser así en la década del 70, con el fulgurante ascenso del capital financiero y una globalización fogoneada por la llamada libertad de comercio y el movimiento internacional de los capitales. El neoliberalismo sepultaba a Keynes y, no casualmente, la inflación se convertía en la máxima prioridad. Ahora, el papel protagónico lo tenían los accionistas, escasamente interesados en el crecimiento mismo de las empresas del sector productivo y siempre ansiosos por un rápido reparto de utilidades, en desmedro de la inversión. El "capital impaciente" generó así una burbuja bursátil cuyas consecuencias están a la vista. Declinó fuertemente la tasa de inversión en esas empresas y se expandieron los consumos de las clases altas más allá de lo sostenible. La secuela fue un déficit enorme de la balanza comercial, financiado por una deuda externa que, en 2007, equivalía al 370% del PBI.

Paralelamente, se desató una orgía desregulatoria que, entre otras cosas, derogó la ley Glass-Steagall, de 1933, que prohibía a los bancos con depósitos asegurados embarcarse en inversiones de riesgo. Pareció la gran solución. Entre 1979 y 2007, el ingreso del 0,1% de los hogares más ricos había aumentado un 390%, mientras que el del 90% de las familias subió apenas un 5. Más aún: el salario real de los trabajadores permaneció estancado. ¿Cómo alimentar entonces la demanda del mercado interno? Sencillo: entre 2000 y 2006 se triplicaron los préstamos hipotecarios de mala calidad, se los usó tramposamente como garantías de un sinnúmero de "derivados" y se armó una nueva e impresionante burbuja que condujo a la gran crisis actual. Sus responsables, por un lado, dejaron en la calle a millones de trabajadores y de pequeños y medianos propietarios, y, por el otro, no tuvieron ningún pudor en exigir que el gobierno destinase cuantiosos fondos públicos para salvarlos a ellos. ¿Y su tan declamado antiestatismo? En un excelente libro sobre el tema, Gérard Duménil y Dominique Lévy dan una respuesta rotunda: "El neoliberalismo no tiene nada que ver con los principios o la ideología. Es un orden social dirigido a sostener el poder y el ingreso de las clases altas".

Se sigue de lo dicho que en Estados Unidos (y en Europa) no basta hoy con barajar y dar de nuevo para salir de la crisis. Se necesita cambiar las reglas del juego. La Gran Depresión desembocó en el New Deal, que en su segunda fase protegió a los más débiles, creó el seguro de desempleo, fortaleció a los sindicatos, reformó los mercados financieros y le dio una nueva dinámica a la economía.

Es improbable pero no imposible que vuelva a ocurrir algo parecido. Mucho depende, precisamente, de que prospere y se amplíe el movimiento de los indignados. Y aquí entra en escena la Argentina. Porque los planes de ajuste y de recorte del gasto que anuncia la derecha amenazan llevar a Estados Unidos (y a Europa) a un largo período de estancamiento y de eventual colapso, sin perjuicio del simultáneo y peligroso ascenso de un belicismo expansionista que se halla en pleno avance. Los efectos sobre nuestro país no por indirectos serían menos graves.

Basten dos menciones. China, uno de nuestros grandes mercados, resultaría muy afectada tanto en el plano financiero (es acreedora de casi un 10% de la deuda nacional norteamericana) como en el productivo (1/3 de sus trabajadores industriales están empleados en el sector exportador). Además, se encuentra muy ligado a Estados Unidos nuestro vecino Brasil, país al que se dirigen el 20% del total de nuestras exportaciones y el 40% de nuestras exportaciones industriales, que ya empezaron a desacelerarse. Es decir que hasta por motivos puramente egoístas los indignados del Norte son también un asunto nuestro.

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