Legado

Legado

martes, 13 de septiembre de 2011

Memoria y dictadura - JORGE LANATA

En el comienzo fue Tato Bores. Aunque, en realidad, el comienzo comenzó mucho antes. Quizás cuando se organizó una especie de linchamiento simbólico a algunos periodistas en Plaza de Mayo, o cuando el aparato de propaganda estatal decidió que tal o cual serían los símbolos de la complicidad con la dictadura y el kirchnerismo se consagró con burocrática eficiencia a la reescritura del pasado. Cuenta el filósofo franco-búlgaro Tzvetan Todorov en La memoria amenazada que el emperador azteca Itzcoatl, a principios del siglo XV, había ordenado la destrucción de todas las estelas y todos los libros para poder recomponer la tradición a su manera; un siglo después los conquistadores españoles se dedicaron a su vez a retirar y quemar todos los vestigios que testimoniasen la antigua grandeza de los vencidos. “Tras comprender que la conquista de las tierras y de los hombres pasaba por la conquista de la información y la comunicación –sigue Todorov– las tiranías del siglo XX han sistematizado su apropiación de la memoria y han aspirado a controlarla hasta en sus rincones más recónditos.”

¿De qué manera reescribir el pasado significa modificar el presente? ¿Pueden las víctimas del pasado convertirse en una casta privilegiada? ¿Cuál fue la culpa individual y cuál la colectiva? ¿Dónde se encuentran los enemigos del sistema? ¿Cómo identificarlos? ¿El olvido y la memoria son términos contrapuestos o complementarios? ¿Puede existir una selección “oficial” de la memoria o cada uno tendrá derecho a buscar su propia verdad de los hechos? ¿Cuán profunda es la grieta?

HUESPEDES Y TURISTAS

—Estoy desesperado.
—¿Usted está desesperado?
—Sí.
—¿Está verdaderamente desespe-
rado?
—Sí, sí, estoy desesperado.
—¿Duerme?
—Sssí... Sí.
—Los desesperados no duermen.

Los argentinos no sólo nos comportamos –como escribió alguna vez Mallea– como huéspedes de hotel. También hemos sido turistas de nuestro propio destino; tipos a los que nunca nada nos termina de pasar del todo: recordamos hoy la dictadura militar como la invasión de un grupo extraterrestre que aterrizó para sojuzgar a 30 millones de argentinos democráticos y pluralistas. Nadie, nunca, golpeó a la puerta de los cuarteles. Recuerda Héctor Schmucler en El olvido del mal. La construcción técnica de la desaparición en la Argentina, citando a Pilar Calveiro: “Los militares ‘salvaron’ reiteradamente al país a lo largo de 45 años (…) a su vez, sectores importantes de la sociedad civil reclamaron y exigieron ese salvataje una y otra vez”. “La congregación militar –sigue Schmucler– no es necesariamente un cuerpo extraño al conjunto de la Nación.” El peronismo tuvo como punto de arranque el golpe de estado del 4 de junio de 1943, y el entonces coronel y luego general Juan Domingo Perón nunca dejó de reivindicar su pertenencia al Ejército. La idea de construir un “ejército nacional” puede interpretarse como una síntesis casi paródica del espíritu que inspiró desde un principio a la organización Montoneros, escribe el sociólogo fundador de la revista Pasado y Presente.

La militarización de las organizaciones guerrilleras (así como sus purgas internas, los códigos moralistas de convivencia o los intentos de “proletarización” de los militantes, algo así como excursiones para chicos de clase media en las zonas de clase obrera) ha quedado sepultada bajo el nebuloso mito de los 70: chicos de pelo ensortijado y ojos soñadores (la “juventud maravillosa”) que tiraban margaritas sobre los tanques en la Primavera de Praga. Aquellas imágenes traen otras: la del importante poeta argentino que me contó sus encuentros, en París, con su “responsable” de la “orga”: ambos llegaban a un ignoto departamento vestidos de civil, pero se cambiaban antes de la reunión, poniéndose el uniforme montonero; luego del encuentro volvían a cambiarse y salían a la calle. El ascendiente militar se filtró en el lenguaje y por eso todos aceptaron con pasmosa naturalidad la orden de “aniquilamiento” dada por Isabel Perón para combatir al ERP en Tucumán. Perón, más coloquial, ya había advertido en hacer “tronar el escarmiento”, luego de señalar que “a los enemigos, ni justicia”. La democracia no era, no fue, en aquellos años, un valor en juego: era una timorata excusa de la burguesía, una trampa, un ardid de los poderosos para seguir en su mundo de privilegios. La guerrilla argentina combatía por el socialismo y, en una minoría, sólo aceptaba el camino de las urnas como una especie de atajo mientras la lucha por el socialismo se hacía presente. La guerrilla nunca ejerció su derecho a combatir la opresión porque no sólo combatió a las dictaduras sino también a los gobiernos democráticos: la Carta Abierta a Cámpora firmada por el ERP o las tomas de cuarteles del Ejército por los Montoneros durante el peronismo dan muestra acabada de ese punto.

Sería ocioso discutir aquí el comienzo de la espiral de la violencia: la sangre llegó al río mucho antes, en el golpe del 30, o mucho antes, con las guerras civiles, o los asesinatos políticos, o mucho después, con los fusilamientos de José León Suárez y la proscripción del peronismo. En cualquier caso, el “clima de la época” favorecía las respuestas rápidas y el socialismo parecía quedar a la vuelta de la esquina: por eso podían morir colimbas en los ataques o dispararle a un secuestrado desarmado en un sótano podía convertirse en un ejemplo de heroísmo.

Lo que vino después fue inimaginable: los secuestros, las desapariciones, los niños nacidos en cautiverio, la censura y el miedo. Viví esos años en la Argentina sin ejercer el periodismo: fui mozo de bar, acomodador de cine, dactilógrafo por horas. Volví a la profesión el día de las elecciones, el 30 de octubre de 1983, haciendo una suplencia de movilero en el informativo de LR3 Radio Belgrano. Se instaló en aquellos primeros meses de la democracia el “Show de los NN”: la misma sociedad que se había callado la boca hasta la derrota de Malvinas asistía ahora al “destape” de los derechos humanos: el horror al alcance de todos; los “servicios” más comprometidos se daban a la fuga y quemaban las naves intentando vender su información:
—Yo estuve en El Olimpo. Quiero hablar.

Milicos haciendo planos de campos de concentración en las servilletas de los bares. La locura y el vértigo de las confesiones: catarsis, ganas de vomitar. Cubrí el juicio a las juntas desde el primer día, cuando desembarcamos en Tribunales unos 200 periodistas de todo el mundo. Tres meses después éramos menos de veinte. Era insoportable escuchar todo eso, día tras día: la voz de los que habían vuelto de la muerte. Los militares habían dejado el poder a regañadientes: la APDH grababa el juicio pero no podía ser difundido por la televisión y se editaba secretamente en Télam. Un par de años antes, una bomba había volado la redacción de El Porteño en San Telmo y otra voló después la planta transmisora de Belgrano. Alfonsín nos deseó Felices Pascuas y aprendimos que la palabra “obediencia debida” no tenía traducción en otro idioma: obéissance due o due obédience no quería decir nada en el resto del mundo, cuando aquí significaba impunidad para miles de personas. En esos años tuve frente a frente al “Paqui” Forese, torturador de Orletti, que me dijo mirándome a los ojos: “Los caminos de Dios son insondables”, y después llegó Página/12 y los rostros de los desaparecidos comenzaron a aparecer en avisos gratuitos, diarios, en cada aniversario, y comenzó también la pelea contra los indultos de Menem, convencidos de que la grieta iba a cerrarse a fuerza de justicia, si ésta llegaba, alguna vez. Después pasó todo lo que pasó, hasta que un juez federal, Gabriel Cavallo, derogó la obediencia debida y los juicios comenzaron de nuevo. Y yo pensé entonces, por primera vez, que la grieta iba a comenzar a cerrarse. Pero sucedió todo lo contrario.

SOBREACTUACION

No sé si la historia es apócrifa o no, pero me contaron una vez que el líder del Ku Kux Klan tenía un apellido italiano; era un ejemplo de sobreadaptación: no hay peor que un converso, que el que tiende a sobreactuar lo que nunca fue.

—Tato Bores hizo programas durante todas las dictaduras –se exaltó en Duro de domar Mariano Hamilton.

Hamilton es un periodista deportivo que trabajó durante años en Clarín, participó de la creación de Olé y ahora despotrica contra “el Grupo” como si nunca hubiera pasado por la calle Tacuarí. Duro de domar es un programa del Grupo Goebbels-Gvirtz, conducido por Daniel Tognetti, quien presentó en PuntoDoc aquella nota en la que el esposo médico de Beatriz Salomón se acostaba con un travesti; luego trabajó con Daniel Hadad y ahora milita en Canal 9.

El fragmento referido formaba parte, en realidad, de un bloque del programa “Seis, Siete, Rocho”, de la Televisión Pública, la misma pantalla en la que Florencia Peña triunfa con su sitcom. “Seis, Siete, Rocho” está moderado por Luciano Galende (ex integrante de las mañanas de Canal 13), Sandra Russo (ex columnista de Radio Mitre), Orlando Barone (ex colaborador de La Nación y Clarín) y Carlos Barragán (ex Radio Mitre). Todos discutían allí, junto al ministro del Interior, sobre el colaboracionismo en la dictadura.

—Ministro, me gusta su opinión –le dijo Galende a Randazzo antes de escucharlo–. Me interesa su opinión –se corrigió.

Randazzo miró a lo lejos como el Che Guevara y dijo:
—Hay hombres que tenían una enorme responsabilidad y un enorme crédito, deberían haber tenido otra actitud, mucho más combativa, sobre lo que estaba ocurriendo en la Argentina. Me parece que no alcanzaban ni la ironía ni el chiste.

Nadie recordó en aquel momento al matrimonio Kirchner y su lucha inmobiliaria contra los militares. El contador Randazzo hablaba desde una trinchera imaginaria y el resto de los idiotas útiles asentía: por lo que se sabe, el contador, en su juventud, no militaba en ONG alguna, sino que jugaba al básquet en San Lorenzo de Chivilcoy y soñaba con correr un Ford en Turismo Carretera.

A esta altura del delirio, el Tribunal de Nurembgvirtz acusaba a Tato Bores de no haber sido Rodolfo Walsh.

—Acá hay gente que se la jugó de otra manera –llegó a decir Santiago Varela, ex libretista de Tato, hablando de Walsh.

La idea de Walsh como paradigma de la resistencia es al menos discutible: el autor de uno de los mejores cuentos argentinos (Esa mujer) era miembro de grado de Montoneros y, como se dijo, no luchaba por el retorno a las urnas sino por la imposición del socialismo o, si se prefiere, la dictadura del proletariado en su versión peronista (de ser esta combinación algo posible). Tato Bores no era marxista, no usaba la violencia como método de protesta y compararlo con Walsh –o tratar de imponerle esa vara– es al menos desafortunado.

De hecho, no pasó Tato Bores en aquellos años por un período feliz: sufrió una bomba, fue prohibido y tuvo que sortear con ingenio las fauces de la censura.

La imputación oficial no procede del mismo modo con la tropa propia:
—No alcanza con condenar a los militares, hay que condenar también a los civiles que fueron cómplices –señala el canciller Héctor Timerman.
—Me avergüenza haber estado en esa reunión –dice el mismo hijo de Jacobo luego de que una foto suya con Videla tomara estado público a través del periodista Alfredo Leuco. Timerman Jr. sonríe en la foto al lado de Videla, a poco del golpe de 1976, como director del diario procesista La Tarde, heredado de su papá. “Golpe al extremismo”, “Espectacular operativo antiguerrillero”, “Vigencia de los derechos humanos”, “La Junta Militar reorganiza la Nación”, titulaba el vespertino en esos días. “Mi incidencia era escasa –dice, vergonzante, el entonces director del diario–. Nunca antes había ejercido el periodismo. Siempre me cuestiono esos meses de mi vida.” El término colaboracionista viene del francés collaboracioniste, todo aquel que tiende a auxiliar o cooperar con una fuerza de ocupación enemiga. La palabra nace durante la República de Vichy (1940-1944), en un discurso del mariscal Petain en el que exhortó a los franceses a colaborar con los nazis invasores. Aun hoy se discuten en Europa aquellos años. En 1967, le preguntaron a Sartre por qué usaba el pronombre nous para describir el colaboracionismo francés con los nazis. Dijo que ése era un recurso para facilitar la autocrítica y el arrepentimiento. Si los hubiera identificado como “ellos”, en oposición a “nosotros” (los de la Resistencia), sólo hubiera logrado la reacción defensiva, ideológica y justificatoria de “ellos” y sus descendientes.
—Aquellas fueron acciones criminales de los franceses –le dijo Sartre al periodista– y yo como usted, señor periodista, somos franceses.

PASADO VS. PRESENTE

“Otra razón para preocuparse por el pasado es que ello nos permite desentendernos del presente, procurándonos además los beneficios de la buena conciencia”, sigue Todorov. “Recordar ahora con minuciosidad los sufrimientos pasados nos hace quizá vigilantes en relación con Hitler o Petain, pero además nos permite ignorar las amenazas actuales. Denunciar las debilidades de un hombre bajo Vichy me hace aparecer como un bravo combatiente por la memoria y por la justicia sin exponerme a peligro alguno ni obligarme a asumir responsabilidades frente a las miserias actuales. Es gratificador conmemorar a las víctimas del pasado, pero resulta incómodo ocuparse de las de hoy: a falta de emprender una acción real contra el fascismo actual, el ataque se dirige resueltamente contra el fascismo de ayer.” Todorov también menciona la utilización del culto a la memoria por parte de quienes procuran obtener algunos privilegios en la sociedad. “Si se consigue establecer de manera convincente que un grupo fue víctima de una injusticia en el pasado, esto le abre en el presente una línea de crédito inagotable.” La memoria amenazada fue escrito mucho antes del escándalo Schoklender-Madres de Plaza de Mayo. También antes de que el ministro de Justicia, Julio Alak, deba informar sobre los 68 guerrilleros muertos antes del golpe que figuran como “desaparecidos” y cuyos familiares cobraron las indemnizaciones.

Para Todorov, una defensa eficaz de la verdad no puede hacerse “omitiendo parcelas enteras de la Historia”. El filósofo franco-búlgaro visitó el predio de la ex ESMA en Buenos Aires y escribió luego una nota en El País de Madrid, en la que planteaba que los monumentos a la memoria en Argentina excluían deliberadamente a las víctimas del terrorismo al que vino a responder, de una manera “hiperbólica” y “excesiva”, el terrorismo de Estado. La memoria ocupa un lugar central en el psicoanálisis: el hombre reprime recuerdos del pasado y los recupera de una manera menos dolorosa, los vuelve inofensivos, aprende de ellos, los reconoce.
—No podemos vivir pensando todo el tiempo en el Holocausto, pero tampoco podemos vivir como si nunca hubiera existido –dijo alguna vez Simon Wiesenthal.

He peleado por la justicia para los crímenes de la dictadura durante toda mi vida y no voy a dejar de hacerlo. La justicia (en verdad, la ausencia de) es el principal problema de la Argentina y es cierto que el futuro sólo podrá edificarse desde allí. Pero no alcanza: la grieta comenzará a cerrarse cuando nos animemos a vernos, a reconocer lo que somos y lo que fuimos. Cuando no haya “nosotros” y “ellos”. Cuando dejemos de ser turistas, cándidos, oportunistas y pequeños.

Hace muchos años decíamos con Luis –cuando perdíamos mas tiempo en los bares: la verdadera comunicación recién empieza cuando podés decirle al otro: “Vos estás enfermo. Pero yo también”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario