Si algo demuestra la historia argentina reciente es que no basta con denunciar la corrupción para ganar una pugna electoral. Desde hace mucho, la corrupción preocupa a los argentinos, pero no al punto de convertirse en una cuestión central en términos electorales.
De acuerdo con una encuesta de Graciela Römer y Asociados, concluida tres semanas antes de las primarias del 14 de agosto, entre 1200 ciudadanos de todo el país, la corrupción es mencionada como preocupación por el 20% de la población. Se halla lejos de la inseguridad, citada por el 75,2%, del desempleo (42,3%) y de la inflación (36%), y aparece incluso por debajo de la pobreza y la educación.
Cabría preguntarse por qué la mitad más uno de los votos válidos emitidos en agosto favorecieron al oficialismo pese al reconocimiento de semejantes problemas. La respuesta tal vez pase por el hecho de que buena parte del electorado no perciba que los candidatos de la oposición estén capacitados para dar a esos problemas una mejor respuesta que la que podría esperarse del gobierno kirchnerista. O que no perciba que la dirigencia opositora, en líneas generales, sea mucho menos corrupta que quienes gobiernan.
El pensador francés Jacques Maritain sugería que si una sociedad percibe que todos son corruptos entonces no es factible identificar a los corruptos. Tal concepción aparece entrelazada con el viejo latiguillo "roban pero hacen", que ha justificado y prolongado gobiernos autoritarios, personalistas y corruptos en América latina y en otros rincones del planeta.
Como el menemismo en 1995, en pleno estallido del escándalo por la venta ilegal de armas, el kirchnerismo es favorecido hoy por una corriente de opinión que considera que nuestros gobernantes pueden robar, como casi todos los demás, pero hacen más que los otros.
En el modelo kirchnerista, la corrupción es hija de la falta de transparencia y de la discrecionalidad desde el poder. Esa discrecionalidad que favoreció el capitalismo de amigos bajo el pretexto de la necesidad de fortalecer a una burguesía nacional. La misma discrecionalidad que, mediante concesiones de obra pública sin licitación, derivó en escándalos como el que involucra a la Fundación Madres de Plaza de Mayo, a Sergio Schoklender y a funcionarios acusados por este último de beneficiarse con fondos de origen público triangulados a través de la organización de derechos humanos.
La posibilidad de que estemos ante el financiamiento espurio de campañas políticas y la utilización de la bandera de los derechos humanos para hacer negocios ha quedado expuesta ante la opinión pública. Pero el hecho de que la oposición deba escudarse de alguna manera en el demonizado ex apoderado de las Madres de Plaza de Mayo para plantear una situación que excede el escándalo de las viviendas sociales termina debilitando a sus dirigentes.
El eje de la discusión se corre hacia otro lugar, merced a la habilidad del kirchnerismo para torcer la agenda. Las claves del oficialismo son dos: economía y gobernabilidad.
El común de la sociedad no tiene por qué percibir que la inflación del 20% en dólares, el deterioro de las cuentas públicas, el déficit energético y el festival de subsidios pueden constituir una bomba de tiempo. Pero no pocos de los que sí ven ese riesgo perciben que cualquier reacción del gobierno kirchnerista será muy distinta de la reacción de un gobierno como el de De la Rúa. Algo de eso explica por qué una parte considerable de la ciudadanía no cree que haya llegado la hora de ponerle fin al ciclo kirchnerista. Aun a pesar de la corrupción.
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