Legado

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jueves, 6 de noviembre de 2014

Adiós a un amigo que amaba la libertad y el progreso

Para bien o para mal, aparte de haber trajinado como escritor, editor y periodista, consumí algo más de una década y media de mi vida activa en militancias, campañas políticas y la función pública. Rescato de esa etapa alegrías y aprendizajes. Rescato, también, después de haber tratado a presidentes, ministros y líderes partidarios, unas pocas experiencias personales que puedo mencionar sin experimentar desilusión ni tristeza.
Quizá la mejor de esas experiencias haya sido mi amistad con Enrique Olivera, que se forjó en las campañas legislativas de comienzos de la década de 1990, en que el radicalismo, derrotado por Menem en 1989, empezó a recomponerse a partir de sus triunfos con Fernando de la Rúa en la ciudad de Buenos Aires.
Rápidamente hicimos buenas migas con Enrique, y en adelante la consulta mutua fue nuestra voz de orden. No podíamos ser más distintos, y sin embargo, en cierto modo, no podíamos menos que parecernos.
¿Es posible que un precario inmigrante centroeuropeo, naturalizado argentino, haya podido entenderse tan bien con un integrante de la clase alta y tradicional de este país, con un ancestro ministro de Rivadavia y otro antepasado, más cercano, fundador de la Sociedad Rural?
A veces nos dedicábamos, en broma y en serio, a estigmatizar a los políticos con apellidos de calle: él tenía lo suyo, con la avenida Olivera en Floresta y la calle Padilla (su apellido materno) en Villa Crespo. Nuestra conclusión era que importaba no tanto ser una calle como tener calle.
Toda esta proximidad se explica fácilmente después de voltear una montaña de prejuicios referidos a la pertenencia a una determinada clase social, que suelen incluir modos de hablar, de vestirse y, sobre todo, de profesar inevitablemente ciertas ideas políticas que sólo pueden ser de fuerte sello conservador, cuando no reaccionario.
Y hay que admitirlo: había en Enrique una natural elegancia, una caballerosidad que jamás desdeñaba a sus interlocutores, y que podía ser malinterpretada por quienes ya de antemano lo calificaban con la palabra hiriente que popularizó Perón: oligarca.
Y no había nada de eso. Olivera no era de ninguna forma un conservador, ni siquiera era justo adscribirlo al sector más o menos derechista del radicalismo, si es que estos etiquetamientos sirven para describir a un partido popular con una ancha y variada plataforma ideológica.
Mis largas discusiones políticas con él, en las que casi siempre terminábamos coincidiendo, giraban en torno a la necesidad de consolidar un sistema de partidos en que no fuera inexorable la hegemonía del populismo y que por lo menos como alternativa impulsara una fuerza republicana, con una visión global que fuese capaz de competir con los halagos asistencialistas de las diversas etnias peronistas.
En realidad, Enrique Olivera era un liberal progresista, en el sentido más positivo y literal de estos dos términos. Amaba la libertad y el progreso, y creo que habría podido ser un gran jefe de gobierno de nuestra ciudad -y tal vez algo más- si las circunstancias políticas le hubiesen permitido estar más tiempo en ese cargo. Nadie discutía su capacidad de buen administrador.
Lo recuerdo como una especie de gaucho o viejo criollo, recitando de memoria a Borges o alguna letra de tango. Lo recuerdo con su mujer, María Carbó, escritora por vocación y mérito, experta en protegerlos a él y a sus cinco hijos. Lo recuerdo, sobre todo, por su honestidad y transparencia, por el respeto y la calidez que irradiaba sin esforzarse, y porque nunca se olvidó de sus amigos ni de la ardua patria que le tocó en suerte.

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