Legado

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viernes, 10 de mayo de 2013

EL SILENCIO QUE DUELE MAS -JORGE FERNANDEZ DIAZ
















Muchos militantes e intelectuales del cristinismo admiten en voz baja que probablemente sea cierta la oscura historia de Lázaro Báez y sus inefables muchachos. Por más que algunos ejerzan la negación religiosa como método de pensamiento, esta vez la cosa resulta tan grosera que no puede ser eludida con un mínimo de seriedad. Son kirchneristas y soldados de la causa, pero no son estúpidos. Algunos, con cierto candor, piden que el Gobierno le suelte la mano a Báez para no sobrellevar esa tremenda mochila de piedras, sin comprender cabalmente que la presunta culpabilidad del próspero ladrillero del Sur arrasaría también con la jefa del movimiento nacional y popular. Puesto que los negocios de las dos familias en un punto aparecen como indivisibles: no se sabe a ciencia cierta dónde termina el Río de la Plata y dónde comienza el océano Atlántico, ustedes me entienden.

Hay, sin embargo, otros kirchneristas que relativizan directamente la importancia de la corrupción en la política. Es un mal menor, todos los gobiernos fueron corruptos, no hay que caer en la ética pequeñoburguesa y biempensante, debemos recaudar para llevar a cabo los ideales, los honestos hicieron políticas horribles y entregaron el país, algunos dictadores no robaron y sin embargo fueron nefastos, lo único importante es el rumbo. Y otras argumentaciones por el estilo. La gran coartada intelectual, para no aceptar públicamente los hechos, es que si la corrupción fuera moral y políticamente inexcusable y se demostrara por fin que este gobierno la practica de manera masiva y sistemática, el proyecto perdería mística. Y si se pierde la mística a la corta o a la larga se pierde el poder. Por lo tanto, forzosamente la corrupción no debe ser un tema relevante. En los 70 los "compañeros" asaltaban bancos o llevaban a cabo secuestros extorsivos para financiar la revolución; hoy se otorgan licitaciones y se beneficia a capitalistas amigos para sostener el modelo. Aceite para que funcione la maquinaria, nada más. Como esto no puede ser declamado en público, como este concepto es piantavotos, hay que sobrellevar en silencio la cruz. Las revoluciones también se hacen con los canallas, sugería una criatura de Roberto Arlt.

Existe, por suerte, la gran excusa: si este gobierno fracasa y se tiene que ir en 2015 vienen el Cuco, el Diablo, la Derecha, el Abismo. Para que no vengan, hay que tragar sapos de grandes proporciones y aguantar a pie firme el empacho. El autoritarismo, el delirio mesiánico, el cercenamiento de los derechos individuales, la progresiva caída de los pilares democráticos, la censura, la mentira, el doble discurso y el fracaso cada vez más evidente de la gestión económica. Hay que aguantar todo eso para que no venga lo peor. Érase una vez un país donde muchos de sus actores y músicos, algunos profesores universitarios y ensayistas, y ciertos periodistas, narradores y poetas, por miedo a que viniera lo peor se fueron convirtiendo en cómplices de lo peor. Fue un proceso lento y lastimoso, y un día despertaron y descubrieron que se habían transformado en lo que combatían.

Todas esas almas sensibles, ese progresismo cool y cantamañanas del peronismo Hollywood, los combativos "revolucionarios" del chori and wine, han sido quienes blindaron culturalmente a una maquinaria feudal y predemocrática, surgida de un reinado sureño, y también quienes han ofrecido palabras y metáforas altruistas a una forma arcaica y cruel del ejercicio absoluto del poder. Cómo lograron que librepensadores, libertarios de distinta naturaleza, artistas comprometidos, músicos tiernos y hasta ciertos progresistas lúcidos abrazaran esta entente justicialista donde Pichetto, Ishii, Alperovich, Guido Insfrán y Aníbal Fernández anuncian todos los días la alborada de la patria socialista en nuestras pampas, es un misterio para la psiquiatría. "Con la izquierda adentro se roba mejor", ironiza el gran Rodolfo Zalim.

Coincido también con el escritor Martín Caparrós cuando critica el "honestismo", ideología que reduce la política a un problema de quién le roba a quién, y que termina siendo así funcional a los dirigentes que no quieren o no pueden realizar cambios estructurales y decisivos. Muchos opositores se sienten a gusto en esa furia honestista, desde la que hacen campaña sin tener ideas ni una propuesta política y económica verdadera y superadora. También el honestismo, basado en el espejismo candoroso de que si dejaran de robar se arreglaría de inmediato este país, es lamentablemente una forma de la frivolidad. Pero agrego algo que Caparrós también sostiene: la honestidad debería ser el grado cero de la política. Lo mínimo que se le puede pedir a un candidato o a un estadista.

Lo curioso, una vez más, es que los mandarines de este gobierno no han modificado la matriz de la Argentina, sólo se han dedicado en sucesivas radicalizaciones a llevar a cabo una profunda metamorfosis en las reglas republicanas y federales, siempre a favor de ellos mismos y de su perpetuación. Como si el fin justificara los medios, las almas sensibles han relativizado esta estrategia o directamente han suscripto al discurso de los simuladores. No les ha importado tener un Estado mafioso, que es completamente ineficiente a la hora de la verdad: Once, inundaciones, inflación, energía. Y han callado por convicción, por interés o por miedo las aberraciones que ese Estado viene realizando.

Esa callada complicidad, esa defección, tiene en el ámbito periodístico sus ejemplos más dolorosos. Bajo el paraguas de la figura legendaria de Rodolfo Walsh (últimamente reducido a un militante sacrificial, ignorado por analfabetos literarios como lo que en verdad es y seguirá siendo: uno de los grandes escritores argentinos), actúan gacetilleros y pontificadores, sujetos que se sirven de los carpetazos de los servicios de inteligencia para anatemizar a opositores y críticos, individuos que naturalizaron un sistema de delación (señalamiento y escrache continuo de compañeros) y mercenarios de toda laya que prestan sus espadas para trabajos sucios. Nunca vi tantos periodistas interesados en boicotear una investigación periodística y en desacreditar a su denunciante como en estas semanas. Tampoco vi tanta deserción a la hora de marcar los límites: una cosa es que te sientas cercano a este proyecto y otra muy distinta es no alzar la voz para que tu propio gobierno tome nota de los errores y los enmiende.

No se llegó a esta situación lamentable de un día para el otro. El guiso se fue cocinando a fuego lento. Se ha hecho completamente habitual en la Argentina que junto a periodistas legítimamente convencidos de la épica nacional y popular, conviven jefes de prensa encubiertos y agentes estatales que alguna vez deberían ser privatizados. Sucede a menudo que ante la denuncia periodística de un acto de corrupción, se la ignore olímpicamente. También que se ataque al colega que investigó, sin chequear mínimamente si los hechos son o no veraces. O lo que es más terrible: que se llame al funcionario acusado para ofrecerle un largo monólogo que destruya al redactor, al medio que lo publica y al periodismo como oficio, para al final dictaminar desde el micrófono que se demostró una vez más que el periodista y el diario de marras mintieron, y que ya todo quedó anulado. Señor Jack el Destripador, ¿leyó la denuncia que hace el diario The Times acerca de esas chicas muertas? ¿Qué tiene para decirnos? Ah, entonces, es una denuncia falsa. Una más. Muchas gracias, Jack, quedó todo aclarado. Vaya nomás y siga con su faena.

¿Tendrá algo que ver Rodolfo Walsh con estos personajes que ayudan a ocultar la corrupción, que persiguen periodistas y que son complacientes con quienes detentan el Estado? Les recomiendo, de todo corazón, que abandonen por un momento la pereza mental y se tomen un mes para leer Operación Masacre, El caso Satanovsky, Quién mató a Rosendo y Variaciones en rojo. Walsh convalidó metodologías de la violencia política en los años 70 con las que nunca pude estar de acuerdo, pero ejerció siempre el periodismo desde el llano, sin subsidios ni prebendas, enfrentándose a los poderosos con su talento y con su máquina de escribir. Creer que Walsh estaría hoy a sueldo de este gobierno, que no sólo toleraría la corrupción para la Corona, sino también para volver multimillonarios a sus dirigentes, que sería columnista de C5N y que asistiría a las sesiones lapidarias que se traman en Canal 7 (ni Horacio Verbitsky lo hace) me parece temerario y por lo menos incomprobable.

Si lo hiciera, yo que lo amé tanto, que he sido su fervoroso lector, no podría menos que sentir una enorme tristeza. La siento ahora mismo por muchos de mis ídolos literarios y profesionales de otros tiempos, que me parecen irreconocibles. No quiero formar parte de ese colectivo cultural en el que viajé alguna vez. Prefiero este ostracismo que consiste en ser considerado un ex compañero de ruta y hasta un enemigo del Estado, un asturiano cabeza dura que se resiste a darle barniz de respetabilidad al pillaje.

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