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lunes, 19 de noviembre de 2012

derechos del trabajador -El sindicato, el poder y la obra social - ALDO NERI

En los años 80, con Alfonsín, era fácil ser al mismo tiempo sindicalista y peronista opositor: en recesión resultaba cierto lo de “la columna vertebral del movimiento”. Con los Kirchner, lo fue ser sindicalista y peronista oficialista, surfeando sobre un 8% de crecimiento anual de la economía. Parece que ahora, en un contexto más modesto, resulta difícil armonizar ambos roles. Por suerte que nuestros sindicalistas están entrenados en administrar sus contradicciones. Tuvieron incluso disyuntivas peores frente a gobiernos militares, y fueron resueltas con pericia, como cuando llevaron a negociar a un Onganía ingenuamente esperanzado la ley de obras sociales, con enorme ganancia.
La dificultad actual mencionada no surge del vicio de las personas, sino de una raíz estructural: el sindicato representa el interés de los trabajadores en dependencia de la economía formal, y la política representa el interés de toda la sociedad, intereses que eventualmente pueden entrar en colisión. Y esto puede suceder con el empresariado, la Iglesia, financieros, obreros, empleados, militares, todos ellos representación de intereses heterogéneos.
De lo dicho podría quizás inferirse una conclusión equivocada: que las corporaciones son nocivas para la sociedad. En realidad, ellas no son ni buenas ni malas, en principio; pero indudablemente son indispensables, como canal de expresión política de necesidades, aspiraciones o derechos adquiridos de sectores sociales e instituciones. Lo desventurado en Argentina es que, a lo largo de buena parte del siglo XX, con un sistema político débil, las confrontaciones y acuerdos entre corporaciones han sido el verdadero sistema de gobierno, actuando en muchos casos los partidos como meros legitimadores de la relación de fuerzas corporativas que existían en la sociedad. Y lo peor es que, a lo largo de los vaivenes de esa historia, resulta una herencia de deformaciones institucionales y de conductas sociales (incluyendo distorsionados valores culturales), que imponen gran rigidez a toda iniciativa de progreso en las funciones del Estado o de la sociedad civil. Buen ejemplo de este desborde de roles fue la “colonización” (así la llamó Guillermo O’Donnell) de las empresas del Estado por parte del empresariado y los sindicatos, y la representación de la nacionalidad que asumió la corporación militar, sólo desmantelada por su propio fracaso.
Un dato a retener es que, más allá del discurso y del folclore de la pertenencia política, el dirigente sindical (y todo dirigente corporativo) es fiel, en la última instancia de su conducta, a su misión como conductor sectorial. En el caso que comentamos, antes sindicalista que peronista, aunque jamás lo reconocería. Y es natural que esto sea así: la fuente de su poder y su realización como persona vienen de la corporación y no del partido, y están condicionados en buena medida a su éxito en representar las inquietudes de sus afiliados, coincidentes o no con el interés general que debe representar el partido.
Y otro dato que ayuda a comprender la actualidad social es que hoy la representación sindical es la de poco más de la mitad de la fuerza laboral, formalizada, con mejor ingreso y seguridad social (buena parte con ingresos de clase media), frente al resto con diversos grados de precarización, con la mitad del salario y sin estabilidad. Dos mundos en parte antagónicos en sus intereses. Y una de las ventajas que tienen los incluidos es la de tener obra social, que además es fuente de poder para el dirigente.
Claro que las viejas ideologías destiñen por el lavado impuesto por la “modernidad”: las solidaridades de grupo laboral se resquebrajan, y los mismos dirigentes que se escandalizan por algún tímido proyecto estatizante del Gobierno toleran o promueven la paulatina comercialización de la obra social. Y es una tendencia que se inscribe en la creciente desigualdad de la sociedad argentina, y la profundiza. Quienes pretendan revertirla y orientar hacia una mayor universalidad y equidad, deberán remar contra la corriente. El desafío será salvar los mejores atributos de la obra social, como agrupamiento solidario de los trabajadores, en el marco de su reforma. Cosa que no es fácil en un medio en el que no se discute la sustancia de las reformas, y su relación con el interés común, sino a qué sector de poder circunstancial beneficia o perjudica.
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