Legado

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martes, 2 de octubre de 2012

LA OBSTRUCCION DE LA PALABRA

Puede haber habido de todo en la marcha del 13S , pero tal vez uno de sus significados más relevantes fue la voluntad de ruptura de un monólogo. La marcha fue un desahogo frente a la presión de una palabra unidireccional con la que se nos viene rociando sistemáticamente, que carece de espacio de devolución, de repregunta, de conversación. Estamos en una situación en la que la palabra carece de intercambio, ya que se ejerce sólo en dirección vertical. Por eso, las marchas podrían estar revelando, esencialmente, una obstrucción de la palabra. No porque no se pueda hablar, sino porque quienes marchan sienten que el poder es impermeable a la palabra ajena. Si se ha comenzado a hablar con los pies, es porque el habla que sale de la boca no se escucha, no es tenido en cuenta y no tiene un canal efectivo de representación.

Es posible que otro de los detonantes primarios de la movilización , además de la oposición a una reelección, haya sido la cuestión del miedo. En un país que tiene la memoria trágica del nuestro, pedirle a la gente que tenga miedo de su presidente rebasa el vaso. Los presidentes debieran temer a la gente y nunca a la inversa. De qué lado se encuentra el miedo muestra el grado de desarrollo de una democracia. Pero luego vinieron las interpretaciones de lo ocurrido. Y calificar de golpistas a las decenas de miles de personas que se movilizaron el otro día demuestra ex post las razones de la marcha: no hay voluntad de entender lo que no provenga de la propia interpretación de la realidad.

La marcha del 13S y las respuestas a ella no hicieron otra cosa que poner en evidencia la fosa que divide crecientemente a nuestra sociedad, conjugada con algunos fenómenos nuevos. Un columnista ultra-K dijo, respecto de los participantes: "No quiero saber absolutamente nada de pacificar relaciones. Quiero a esa gente cada vez más lejos". En sus antípodas, un tuitero anti-K dijo: "Me siento feliz que gente como Hebe, CFK, Abal Medina, A. Fernández no me quiera y me deteste".

Como podemos apreciar en el primer caso, está apareciendo en el país un orgullo en detestar a los demás. Es decir, es en el espejo de lo que detesto de donde extraigo una garantía de mi valer. Y ha aparecido, en el segundo ejemplo, un orgullo y un gozo en ser detestado, ya que se interpreta como la confirmación de estar en el buen camino. Es novedoso que nos definamos por lo que detestamos y por lo que nos detesta. Todo esto supone una desvitalización de la democracia, porque como decía Savater, estamos unidos a este mundo y a la vida por cuanto aprobamos, no por nuestra capacidad de detestar.

Por eso podríamos pensar que el riesgo en que nos encontramos es doble: en primer lugar, que este cisma social se disemine a escala micro, y que se instale como factor de división en nuestras familias, en nuestra relaciones de amistad y en nuestros vínculos en general. Pero el segundo riesgo es aún mayor y es el de convertirnos en un país de espíritus pequeños. Tanto el detestar, como el rencor y el resentimiento, son la evidencia de ello. El tamaño de estos sentimientos refleja en forma inversa el tamaño de nuestro espíritu. Estamos inmersos en un clima en el que se utiliza al otro para confirmar una identidad pobre, reactiva, que no tiene la capacidad de trasponer las primeras y más elementales napas de la psicología, que nos enseña que cuando odiamos a un hombre odiamos en su imagen algo que llevamos en nosotros mismos. La capacidad de introspección de estas posturas es asombrosamente nula.

En realidad, se trata de un odio preexistente en busca de un objeto. El que encuentra con tanta facilidad a alguien para detestar es que ya detestaba de antemano y sólo le faltaba un destinatario. Tener enemigos rotativos no habla de ellos tanto como de uno: es evidente que ocupan un lugar preexistente. Quien tiene constitución rencorosa busca con avidez, y hasta con gratitud, ejemplos a su alrededor que confirmen sus sospechas, blancos para descargar su carga tóxica.

Quien ya está resentido utiliza el mundo como la zona de confirmación de su hipótesis constitutiva.

Porque una cosa son las diferencias políticas, aún profundas, y otra es la configuración de una bestia negra enfrente. Lo que se observa en estos tiempos no es una comprobación desapasionada de tener un adversario ideológico, sino el deseo, y hasta la necesidad, de configurar un monstruo que pueda tornarse depositario de lo peor. Vemos lo fácil como ambas posturas se califican de nazis, y como de los dos lados se ha usado la palabra veneno para describir la esencia del otro.

Pero volviendo al inicio, que la palabra pueda circular libremente no quiere decir que no esté obstruida. Lo que desobstruye a la palabra es la escucha. Para escuchar, a su vez, hay que abandonar la pretensión de residir en la verdad. Todos los inquilinos de la verdad han sido tradicionalmente peligrosos. Hay que resistir la tentación de considerarse habitante de ese espacio, porque de allí a ejercer, desde el pináculo de la historia, una evangelización del resto, hay un solo paso. Por el contrario, necesitamos debate genuino, más propuestas de política pública, acceso a la información, y convertir lo público en algo efectivamente público. Nuestra sociedad debería poder movilizarse nuevamente a través de la palabra, cosa que se torna posible y adquiere sentido cuando es bi-direccional, cuando es genuinamente intercambiada.

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