Legado

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miércoles, 1 de agosto de 2012

UNA ALTERNATIVA AL POPULISMO - LUIS GREGORICH

Llamarse socialdemócratas, ¿significa algo más que asumir la corrección política y, al mismo tiempo, la condición de náufragos del Estado de Bienestar? Somos, en el mejor de los casos, de centroizquierda o izquierda moderada, si estas pudorosas calificaciones todavía significan algo. A primera vista, nada podría ser menos efectivo que proclamarse socialdemócrata: está todo incluido y a la vez no contiene nada, está cerca del "ni-ni" de Roland Barthes, no parece más que una obstinación abstracta al lado de la razón populista y la derecha liberal pura y dura. Sin embargo, en la Argentina uno escucha cada día autodesignarse así a un número creciente de personas de pensamiento independiente, en su mayoría -pero no en su totalidad- opositores al actual gobierno y su "relato", y sobre todo provenientes del mundo de la cultura, el periodismo y la Universidad. ¿Cuáles son los atractivos de esta opción ambigua, de esta extraña especie de refugio, que incluso excede las debilitadas identidades partidarias? Además, al margen de su repercusión en una minoría intelectual, ¿tiene o tendrá alguna significación electoral?

La historia, aunque someramente debamos acudir a ella, no nos servirá para mucho. Sabemos que la socialdemocracia tiene un gen marxista, como lo tiene hoy, con sus correspondientes transformaciones, todo el mundo moderno y posmoderno. La ceremonia del origen tuvo lugar en 1875, con la creación del Partido Socialdemócrata Alemán, fusión de seguidores de Marx y Ferdinand Lassalle, un socialista más moderado. La corriente se consolidó en 1889, con la II Internacional, ya muerto Marx. Gradualmente fue convirtiéndose en sinónimo de reforma y no de revolución, además de propugnar el credo pacifista. (Recuérdese que la III Internacional o Komintern fue fundada en 1918 por Lenin, y terminó constituyéndose en instrumento político del comunismo soviético, mientras la IV Internacional, lanzada por Trotski en 1938, todavía cosecha partidarios en pequeñas agrupaciones de extrema izquierda.)

La socialdemocracia alemana creció rápidamente, se hizo cada vez más orgánica y disciplinada y, después de la Primera Guerra Mundial, se convirtió en uno de los pilares de la República de Weimar. Con posterioridad, no supo o no pudo oponerse eficazmente al nazismo, y entró en un período de ocaso y clandestinidad, para reconstruirse, de nuevo, tras el término de la segunda gran contienda.

Bajo el paraguas del debate con el estalinismo, la puesta en escena de la socialdemocracia actual la puso en marcha, otra vez, un dirigente político alemán. Willy Brandt, al impulsar en 1951 la creación de la Internacional Socialista (debería llamarse Internacional Socialdemócrata), postuló un programa que hoy, con las actualizaciones del caso, continúa vigente. Reforma, y no revolución. Paz, y no guerra. Instituciones republicanas, no liderazgos carismáticos. Intervención del Estado reguladora en la economía, no estatismo económico. Impuesto progresivo a la renta, no política fiscal regresiva. Asistencia social universal, no abandono de los más débiles. Acuerdos con el sindicalismo, no sindicalismo de Estado. Educación pública de calidad, no escuela regimentada políticamente. Y por fin, puertas abiertas a otras tradiciones políticas, además de la marxista, en un clima de pluralismo democrático.

Dejando de lado los modelos ideales, lo que llamamos socialdemocracia ha tenido, en estos últimos 60 años, una historia de luces y sombras. Ha sido un fenómeno eminentemente europeo, si bien proyectó su influencia a otros continentes. En ocasiones, no evitó contaminarse de las prácticas neocoloniales de los partidos conservadores. Fue protagonista de los Estados de Bienestar en diversos países de Europa (por ejemplo, España), pero, como se dijo, también uno de los responsables de la crisis actual de ese modelo. El proyecto socialdemocrático, por último, fue motor de desarrollo de las que son, quizá, las sociedades mejor educadas y más justas (o menos injustas) del planeta: las escandinavas.

En América latina, se han vivido algunas experiencias cercanas a la socialdemocracia, aunque, en general, han sido rápidamente sofocadas por los herederos del viejo caudillismo de estirpe hispanocolonial o por las más próximas democracias delegativas. El ciclo más prolongado de lo que podría denominarse el "talante" socialdemócrata se encontrará en Costa Rica y su larga estabilidad política, y en la República Oriental del Uruguay, a favor de las reformas batllistas y el largo bipartidismo blanco/colorado, sostenidos por un alto nivel educativo y de civilización y diálogo institucionales. Curiosamente, el actual gobierno uruguayo, producto de la alianza del ex Movimiento Tupamaro y el viejo Partido Socialista, áspero adversario de los partidos tradicionales, ha conservado, en más de un sentido, la cultura socialdemocrática. Algo parecido ocurre en Perú, e incluso en Brasil, donde el ex presidente Lula puede ser definido como la principal figura de la socialdemocracia latinoamericana, tal como la entendemos aquí, por más que en su país el nombre lo detente otro partido y él provenga del Partido de los Trabajadores.

Estado social más democracia de los ciudadanos. Esa es la interpretación que le damos aquí a esta palabra de doble vía. Quizás, en la Argentina, seamos cada vez más los que la deseamos porque jamás hemos podido vivirla en plenitud. El escenario no es demasiado favorable: durante los últimos 70 años, el país ha sido gobernado, salvo breves intervalos, por dictaduras militares (en general de tendencia liberal conservadora) o por el populismo personalista que lleva el nombre de su fundador, también militar. Este último movimiento ha logrado un importante apoyo popular y consistentes mayorías electorales, y ha impregnado a la sociedad argentina con sus valores y desvalores.

La única excepción significativa a su predominio -no contemos los períodos de proscripciones y los dos desafortunados años de la Alianza, de 1999 a 2001- la representó parcialmente el gobierno de Raúl Alfonsín, sobre todo, en sus primeros años, digamos de 1984 a 1986, en que podía hablarse de una gestión y de conductas de raíz socialdemócrata. Más tarde, Alfonsín, además de enfrentarse a una difícil situación económica, cometió diversos errores, entre ellos, el intento por hacer propias las prácticas populistas. Como consecuencia perdió el respaldo mayoritario y no pudo consagrar a su sucesor.

El populismo ha gobernado el país durante 21 de los últimos 23 años. Lo ha hecho sucesivamente con la mano derecha y con la mano izquierda, sin preocuparse por discretas migraciones internas, ampliamente compensadas por la entusiasmada multitud de fieles inamovibles, atentos al estable poder y no a las cambiantes ideologías. La variante del populismo que gobierna actualmente, favorecida por una excepcional coyuntura económica internacional (a contrapelo de la crisis europea), tuvo más de una oportunidad para acercarse al ideario y al estilo socialdemocrático, pero se lo impidieron su tenaz culto de la personalidad y su incesante búsqueda de sujetos antagónicos. Ambas actitudes fueron refrendadas por pensadores y teóricos afines.

La continuidad de prácticamente dos décadas del mismo partido en el poder debió haberse aprovechado para trazar políticas de Estado de largo plazo, restablecer un razonable federalismo, realizar en forma permanente consultas y diálogos institucionales, y construir con inteligencia nuestra integración en el mundo, que debería ser global y no sólo regional.

A cambio, se ha optado por un cortoplacismo dilapidador, alianzas de dudoso futuro con otros regímenes populistas, un federalismo que es puro cartón pintado, y la constante hostilidad, incluso hacia los opositores más moderados, como si el discurso del poder no tuviera recursos ni paciencia para comunicarse con otras lenguas. Reconocemos el esfuerzo asistencialista y las políticas activas que han contribuido al 54% de apoyo logrado por la Presidenta, pero advertimos que ese porcentaje se ha esfumado, y nos espera una ruta sembrada de obstáculos.

Por eso, para ayudar a que nazca un nuevo sistema político, un sistema en que el populismo no siempre deba desempeñar el papel protagónico, tal vez el programa socialdemocrático pueda ser una herramienta capaz de erguir un escenario electoral competitivo y no determinado de antemano. Afirmar que la convencida confluencia de radicales y socialistas podría ser la puerta de ingreso a esa alternativa es verosímil, pero limita y empobrece el asunto. Gente independiente, además, se requiere. Y el debate sin prejuicios, con los populistas más abiertos, es indispensable.

¿Podría una coalición socialdemócrata, con su imagen algo mítica de moderación y consensualismo, dominar la estructural corrupción argentina, esa que fabrica sin descanso políticos y sindicalistas millonarios, nudos mafiosos y colosales evasiones de impuestos? No hay garantía de que ello ocurra. Sin embargo, el nuevo presidente francés, François Hollande, reivindicó a la socialdemocracia poco después de asumir, al rebajarse el sueldo él mismo y a sus ministros y, sobre todo, al dictar para todo su equipo un código deontológico (de deberes, de normas éticas) de obligado cumplimiento. Son pequeñas y grandes cosas las que se ordena: declarar públicamente sus propiedades, no favorecer a parientes y amigos, dejar su patrimonio en manos de un administrador, no aceptar regalos de más de 150 euros, viajar en tren en la medida de lo posible, usar moderadamente el auto oficial y respetar las señales de tránsito, ponerse a disposición de la gente por Internet. Casos, pequeños y grandes, de ejemplaridad.

© La Nacion.

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