Legado

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viernes, 10 de agosto de 2012

La política tiene algunos dilemas siniestros - Por Roberto Gargarella



Existen dilemas de diferente tipo. Por ejemplo: dilemas éticos , que nos llevan a escoger entre dos imperativos morales (como el de optar entre salvar una vida u otra); dilemas de cooperación (como el que se estudia con el llamado dilema del prisionero); dilemas como el que se ilustra con la idea del “tómalo o déjalo” (conocido como el “dilema de Hobson”); dilemas extorsivos del tipo “la bolsa o la vida”; o dilemas como el “zugzwang”, al que se hace referencia en el ajedrez (y que describe una situación en la que estamos obligados a incurrir en daños, cuando preferiríamos directamente no hacer movida ninguna).

Aquí quisiera hablar de un dilema diferente de los citados, muy propio de esta etapa política, y que tiene su comienzo en cambios que se consideran necesarios, indispensables . Por caso, la reforma de la Ley de Partidos Políticos; la reforma del Consejo de la Magistratura; la reforma de la Ley de Medios y aun, según entiendo, la reforma constitucional, podrían ayudarnos a ilustrar el dilema que me interesa.

El dilema en cuestión aparece cuando “la puerta de entrada” al cambio buscado está controlada por quienes amenazan con dejarnos (no con un bien inferior o no tan perfecto como el que buscamos, sino) con un resultado que rechazamos absolutamente . Podemos llamar a estos dilemas de “puerta de entrada”, dilemas siniestros.

Un ejemplo muy sencillo puede dar cuenta del dilema del caso. Un padre de pocos recursos quiere operar a su hijo, que padece problemas respiratorios muy molestos. En el pueblo en donde habitan hay sólo un hospital en condiciones de hacer la operación. El problema es que allí hay un buen médico, que podría operar y poner bien al niño, pero el hospital es administrado por personas reiteradamente acusadas de aprovecharse de sus pacientes, traficando con sus órganos. El dilema siniestro aparece ahí, del peor modo: el padre entiende que es necesario, indispensable, operar a su hijo, pero teme que si las cosas no salen bien, salgan imperdonablemente mal. ¿Qué debe hacer entonces? Operar al hijo, con la esperanza de que mejore su vida, o no hacerlo, temiendo un (bastante previsible) robo de órganos?

El caso anterior, me parece, ilustra un dilema que ha aparecido reiteradas veces en la política de estos años . Por ejemplo, muchos abogaron por la reforma del Consejo de la Magistratura con la convicción de que, tal como estaba organizado, el Consejo no funcionaba bien, lo cual no ayudaba a la independencia judicial. Lamentablemente, con la reforma hecha, el Consejo no sólo no ganó independencia, sino que se terminó de poner en crisis la ya frágil independencia de la que gozaba .

Otro ejemplo es el de la reforma a la Ley de Partidos Políticos. Parte de la izquierda quería la reforma para asegurar una escena política más igualitaria e inclusiva.

La reforma que finalmente se llevó a cabo no sólo no sirvió para organizar una política más igualitaria , como quería la izquierda, sino que se dirigió directamente a borrar a la izquierda del mapa político.

Es muy importante advertir cuál es, precisamente, la crítica que aquí se hace, para evitar el tipo de falacias en las que hoy está incurriendo el oficialismo y (lo que Bourdieu llamara) su “policía ideológica.” Las resistencias que pueden ponerse frente a ciertas iniciativas reformistas no se deben a que uno es “demasiado exigente” o “utópico”: se trata de que tales reformas amenazan con empeorar inaceptablemente la ya difícil situación de punto de partida.

De modo similar, no se trata de resistir ciertas reformas porque “no van a ir tan lejos como uno soñaría en sus mejores sueños”, sino porque ellas prometen retrocesos “de pesadilla” respecto de la situación original (como el padre que se encuentra con que el hospital que iba a curar a su hijo termina siendo responsable de robar los órganos del niño; o la izquierda que se encuentra con que la deseada reforma política llegó, pero sólo para proscribirla a ella).

El Gobierno todavía tiene en sus manos la posibilidad de recuperar la credibilidad y el apoyo que exigen las principales reformas por las que está interesado (incluyendo la reforma constitucional). Podría hacerlo, por ejemplo, pidiendo perdón y mostrando sincero arrepentimiento por las mentiras de las cifras de inflación, la desigualdad, la pobreza o el desempleo; asegurando a la Ley de Medios los controles en manos de la oposición que hoy impunemente impide que existan; siendo implacable con la corrupción estructural que hoy se ampara. De no hacerlo, para los críticos del Gobierno, la única opción razonable será la de aprender de la historia. Y lo que la reciente historia política sugiere es que, sin un (perfectamente posible) cambio radical de actitud, por parte del oficialismo, deben rechazarse todas las invitaciones sin garantías que curse el Gobierno.

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