Legado

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lunes, 16 de julio de 2012

DEMOCRACIAS MUTANTES - POR DANTE CAPUTO

Nuestra región está viviendo un cambio político profundo. Su democracia comienza a ser una promesa incumplida. En el último cuarto del siglo XX, todos los países de la América latina continental ingresaron en su etapa más prolongada de democracia. Entre otras cosas, esto debía traer un cambio profundo de las relaciones de poder en nuestras sociedades. La democracia debía inaugurar una nueva manera de distribuir el poder y ejercerlo. Ibamos hacia el poder de las mayorías sociales. Ese cambio implicaría el retorno al estado de derecho, el ejercicio de la libertad y, crecientemente, de los derechos ciudadanos que habían sido negados durante el autoritarismo. La causa de la transformación era el cambio de poder. Sus efectos, la ampliación y el ejercicio de los derechos que, además del derecho escrito, debían ser una realidad vivida. Al comienzo de esta etapa tuvimos el riesgo permanente del retorno autoritario. Para complicar la tarea, enfrentábamos además graves dificultades económicas. Teníamos bajos precios de nuestros productos de exportación y, sobre todo, una deuda externa heredada de la dictadura que asfixiaba a las nuevas democracias y que llevaría a muchos países a la hiperinflación. Con todo, progresivamente, nuestros regímenes políticos se fueron estabilizando. Fuimos abandonando la sensación de precariedad que acompañó aquellos primeros años. Sin embargo, a medida que los fantasmas del pasado se desvanecían, las respuestas de los antiguos sectores dominantes se hicieron sentir cada vez más. Las ventajas del poder no se abandonan gratuitamente. Las estrategias para mantener las viejas reglas de juego cambiaron. En el pasado, las breves primaveras democráticas concluían con un golpe de Estado que ponía las cosas en su lugar. Tras treinta años de democracia, el recurso del golpe dejó de ser una opción. A mediados de los ochenta, Estados Unidos dejó de bendecir los golpes justificados por la lucha contra el comunismo. También, nuestras sociedades, con la memoria del pasado autoritario, cerraron el paso a las aventuras militares. El gran dilema de las minorías era cómo recuperar el poder sin aparecer, como los antiguos golpistas, dispuestos a interrumpir la nueva vida democrática. Poco a poco, con grandes diferencias entre nuestros países, las estrategias del retorno se fueron perfeccionando. La primera, más simple y evidente, consistió en controlar los Ministerios de Economía y los Bancos Centrales. Allí confluyeron las ofensivas de los sectores internos e internacionales. En El malestar en la globalización, Joseph Stiglitz brinda un buen panorama de ese pequeño y poderoso conglomerado de instituciones financieras internacionales, sectores económicos concentrados y altos funcionarios de los gobiernos. En una calesita para pocos, los mismos eran sucesivamente ministros, estrategas de bancos de inversión o consultores del Fondo Monetario Internacional. La segunda estrategia fue el “alquiler” de presidentes. También aquí hacen falta dos para bailar el tango. Las promesas incumplidas no eran sólo obra de los privilegiados. Nunca podría haberse hecho sin la complicidad de gobernantes y partidos. No todos, pero sí los suficientes. El intercambio era sencillo: los sectores financieros no desestabilizaban, el jefe de Estado aseguraba su posición y las minorías decidían las políticas públicas. Sin embargo, lógicamente, esto no fue gratis. Los gobiernos y los partidos pagaron altos costos en términos de credibilidad ante votantes a quienes habían prometido una cosa mientras hacían otra. Evidentemente, el escepticismo y la desconfianza social en los representantes y los partidos debilitaron la capacidad de cambio de la democracia, favoreciendo así la perpetuación del privilegio. Al fin y al cabo, sin apoyo popular, las fuerzas políticas carecen de la principal herramienta para la transformación social. Tarde o temprano vendría la reacción social frente a tanta promesa incumplida. El viejo refrán que dice “no se puede mentir a todos todo el tiempo”, se hizo realidad. Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Ecuador, Paraguay, quizás Honduras, comenzaron a vivir procesos políticos distintos. El presidente Hugo Chávez dijo, en una ocasión: “No soy la causa, soy el efecto”. Lector, jamás negaré los importantes avances de la transición a la democracia. Como decía Raúl Alfonsín, “quien no conoce la diferencia que hay entre la democracia formal y la dictadura, no conoce la diferencia entre la vida y la muerte”. Sí, quiero sostener, con esta argumentación muy simplificada, que la democracia no alcanzó a cumplir su mayor tarea: la construcción de un poder que correspondiera a las demandas de las mayorías sociales expresadas en el voto. Los riesgos de esta tarea inconclusa son inmensos para nuestros países. Además del escepticismo popular, la complicidad de algunos partidos y gobiernos y la ofensiva de los sectores económicos concentrados, desde hace unos años existe otro condimento: la creciente tolerancia del sistema internacional y de Estados Unidos en particular hacia rupturas del orden democrático. Cuando el presidente Manuel Zelaya fue sacado de Honduras a punta de pistola, la secretaria de Estado estadounidense dijo: “Esperamos que la democracia se restablezca en el menor tiempo posible”. No se condenó el golpe correctivo, sólo se expresó una confianza genérica a futuro. En los recientes acontecimientos en Paraguay, la posición fue similar. Algunas organizaciones regionales condenaron. Pero, como sabemos, en abril de 2013 habrá elecciones. Nada habrá sucedido. Todo indica que no se adoptará ninguna medida contra el nuevo gobierno paraguayo. Incluso, en un caso, se expuso el argumento resignado de que como estos hechos se han producido con cierta frecuencia, no es necesario dramatizarlos excesivamente. Esta es una tendencia peligrosa. Sin percibirlo, nos deslizamos hacia la mutación de la democracia. Detrás de las promesas incumplidas a la voluntad popular, se perpetúan, sin sangre, las viejas dominaciones.

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