Legado

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miércoles, 19 de marzo de 2014

Un país con sobredosis de crueldad

La Argentina escribe, día tras día, páginas nuevas en su biografía de la violencia. Afortunadamente, no se agregan al capítulo de la violencia política , pero sí al ya frondoso de la violencia social . Así como la pérdida en el valor de la moneda acelera la inflación, la pérdida de respeto por el valor de la vida ajena y por los demás genera también la peculiar inflación criminal en la que vivimos. En efecto, el espacio público es una zona relativamente liberada para la delincuencia y cualquiera está hoy expuesto a recibir una bala de esta ruleta rusa en curso.

En este contexto, el Estado se resiste aún a asumir la responsabilidad primaria de proteger a los ciudadanos. Que Fútbol para Todos reciba cinco veces más fondos que la lucha contra el narcotráfico es un indicador preciso de las prioridades de nuestros gobernantes, de sus preferencias por el pan y circo por encima de la vida de las personas que habitamos en la Argentina. Mientras el paco devora el futuro de los chicos, en particular de los más vulnerables, se invierte en la anestesia y la propaganda del presente.

La violencia desatada por los grupos de narcos en diversos lugares del país, sumada a otros episodios recientes, hace sospechar que se está pasando a una fase de características no sólo exponenciales, sino cualitativamente nuevas.

Hace pocos días, para apenas citar los casos más recientes, una patota del gremio portuario arrojó al vacío a un chico que intentó pasar un piquete con su mujer embarazada.

Una vez en el piso, como hienas rodeando su presa, intentaron robarle la prótesis de una pierna ortopédica que llevaba. La escena es impactante. No menor a ello fue la saña con que barras de Quilmes golpearon a un hincha que yacía en el suelo totalmente inconsciente, en el marco de una pelea entre facciones. En un tercer caso al azar, puede observarse un video en el que tres jóvenes que integraban una patota fueron detenidos por la Policía Metropolitana, luego de que su víctima fuera golpeada en el suelo mientras se le robaba sus pertenencias. En el ataque y los golpes participaban también mujeres.

La sobredosis de crueldad de las imágenes anteriores conmueve tanto o más que los episodios delictivos de base. Porque en ellas hay un componente de gratuidad no reductible a la racionalidad y a la ecuación finalmente económica que subyace a la delincuencia. El otro, como tal, ha alcanzado el grado cero del valor, y no deja de advertirse, incluso, cierto gozo en mostrar públicamente esa concepción. Hay algo más que delincuencia: en cada caso parece tratarse de un odio preexistente en busca de un objeto. Es decir, un estadio de violencia anterior a todo rostro es lo que estamos viviendo. No puede dejar de señalarse que este detestar a priori, esta conversión rotativa e impiadosa de cualquiera en un enemigo, este revanchismo anterior a lo que aparezca enfrente, ha sido el modus operandi del poder durante todos estos años. De manera que la grave exclusión social que vive la Argentina desde hace años se encuentra espolvoreada hoy no sólo por una inflación del 40% anual, sino por estos valores de fractura social.

Adentrándonos algo más en estas formas de ferocidad y en estos sobreagregados al delito, lo que puede observarse es una inédita y profunda forma de desinhibición. Sucede como si el barniz civilizatorio que nos protege del estado de naturaleza se estuviera descascarando. Porque para una sociedad con una poderosa tendencia a la anomia y la inobservancia de las normas, los últimos años han servido como un relajador adicional de hábitos, como un borroneo deliberado de las fronteras de lo legal, como un salvoconducto para pasar por encima del derecho de los demás. Se nos ha proveído de los eufemismos justificatorios para quebrar la ley y de las interpretaciones que sirven de apoyo para hacerlo. En este sentido, sucede como si a un adolescente, con su natural tendencia al descontrol, se le hubieran facilitado altas dosis de alcohol.

Ahora bien, ¿son aquellos fenómenos mencionados al inicio casos aislados o, por el contrario, vistos a través del microscopio, son las células de una tendencia más amplia? Por poner sólo un ejemplo, ¿es casual que la familia Ciccone haya denunciado el trato "bestial, deleznable y cruel" de nuestro vicepresidente, adjetivos que podrían emparentarse con los que merecen aquellas situaciones? Probablemente no, ya que en términos contextuales y políticos la desinhibición de la conducta pareciera estar pasando a ser una norma. En relación con la ley, nuestra democracia continúa involucionando hacia un estadio precopernicano. No nos decidimos a girar alrededor de ella. La era alfonsinista, con todos sus errores, soñaba aún con su respeto, y su líder encarnaba esos valores. Hoy apenas se advierten los restos fósiles de una era que se proponía, en 1983, convertir a la ley en su principio rector con el Estado como fuente y garante de ese proceso. A partir de la década menemista, se abrieron las compuertas de una corrupción masiva y de una degradación adicional de la ley, que la kirchnerista perfeccionó, dándole un soporte interpretativo y un relato justificatorio. A una sociedad normalmente inclinada a transgredir y con alta tolerancia social a ello, se le ofreció un narcótico perfecto para terminar de desinhibirse. Para ponerlo en una imagen cambiaria, al habitual mercado blanco y negro de los comportamientos, se le adicionó el contado con liquidación, es decir, el comprobante, el elemento justificatorio para ir más allá de lo permitido.

Lo que estamos observando en este tiempo, entonces, no es un grado adicional de violación de la ley, sino su fase exponencial. A lo que se agrega el retorno a otro estadio peligroso, porque asistimos a la implosión ideológica y práctica de la ley desde adentro mismo de su lugar de representación. El Estado es hermano del delito y tiene vínculos incestuosos con él. No hay más que ver el caso paradigmático de los barrabravas, cuya verdadera definición es la de ser mercenarios, fuerzas de choque y empleados en negro de la política. Consignaba hace unos días LA NACION uno de los spots con recomendaciones que prepara el Gobierno para los argentinos que asistan a la Copa del Mundo y que se pasará en tandas televisivas: "En caso de poseer causas penales en trámite, gestionar el permiso del correspondiente tribunal actuante para salir del país, llevando copia del testimonio", aconseja. No vaya a ser que estos "maravillosos tipos parados en los paravalanchas con las banderas", como los describió la Presidenta, encuentren algún contratiempo para salir del país.

Es, nuevamente, apenas un ejemplo, pero si nuestro Estado usa y avala estas fuerzas de choque, si se las legitima desde adentro de la institucionalidad, estamos volviendo a las prácticas del pasado, en el que aprendimos que, cuando el Estado no respeta, la ley genera un daño muy superior que cuando no la respeta un individuo. La red de protección mutua entre política, fútbol, sindicalismo y policía, en este caso, muestra que parte de nuestra dirigencia institucional ha desembocado en una fase descarnada dentro de este proceso de desinhibición de fondo en curso. Podemos observar, entonces, que no sólo los delincuentes comunes están dispuestos a todo.

Lo que está ocurriendo, en suma, tiene riesgos diversos que deberán ser atajados a tiempo. Por un lado, el de insensibilizar y elevar el umbral de naturalización de esa perversión comunitaria que es la violencia. Por otro, que se vaya creando la semilla secreta de una reacción pendular, bien expresada en el cartel que se vio hace poco en una marcha por la inseguridad en Lanús: "Los derechos humanos son para nosotros, no para los chorros". Y, finalmente, que se plasme el riesgo mayor: el de una frustración colectiva frente al vale todo, que lleve a desinhibir a quienes aún no se comportan de ese modo, con la posibilidad de extender esta práctica a todos los niveles. Y eso equivaldría a multiplicar el germen de una metástasis mafiosa a escala mayor.

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