Legado

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jueves, 6 de marzo de 2014

En Venezuela está en juego nuestra idea de democracia Por Iván Petrella

Para la Argentina y para América latina, lo que está en juego hoy en Venezuela no es el apoyo o rechazo a un gobierno. Lo que está en juego es mucho más importante y profundo, ya que no tiene que ver con simples simpatías pasajeras, sino con las bases mismas de nuestra identidad y de la identidad latinoamericana.

Se juega, en primer lugar, nuestra relación especial y privilegiada con el pueblo venezolano. La estrecha relación entre ambos países viene, por lo menos, desde la época de José de San Martín y Simón Bolívar, cuando ambos liberaron nuestro continente. En los momentos más difíciles de un pasado no tan lejano, en los tiempos más turbulentos de nuestra patria, Venezuela abrió sus puertas a los exiliados argentinos. El apoyo venezolano a nuestro reclamo por Malvinas ha sido siempre incondicional y compartimos cuestiones estratégicas.

Los dos países fueron pioneros en establecer el derecho de asilo diplomático y político en el continente para la protección de la persona humana, la Argentina propuso el ingreso de Venezuela al Mercosur, y son tradicionales los respaldos recíprocos a las respectivas iniciativas en los ámbitos multilaterales.

Por los lazos históricos que nos unen, por la amistad de nuestros países y por la generosidad con la que los venezolanos han refugiado a nuestros compatriotas en desesperada búsqueda de un segundo hogar, no podemos hacer silencio o minimizar la gravedad de lo que vive Venezuela a la simpatía o no con un gobierno. En otras palabras, la Argentina tiene una responsabilidad y un interés particular en la evolución de la situación interna venezolana.

En segundo lugar, en cómo respondemos a Venezuela está en juego nuestra comprensión de los derechos humanos. ¿De qué se habla cuando se habla de los derechos humanos hoy en América latina y nuestro país? Los derechos humanos no pueden reducirse a juzgar hechos del pasado, sino que deben defenderse en el presente. Los derechos humanos como valor universal, como un valor no negociable, constituye un consenso que temo se estaría rompiendo frente a las conveniencias políticas del presente. A los argentinos en particular nos costó mucho construir ese consenso, mucha sangre, mucho dolor.

A nivel regional y global, la Argentina y América latina fueron y son fundamentales en la construcción, consolidación y protección de los derechos humanos. Ese consenso -que es ejemplo para el mundo- se fue plasmando gradualmente a través de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de 1948; mediante el Acta de Santiago de 1959, que creó la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos en la OEA; con la Resolución 1080 de la OEA, y, finalmente, con la adopción de la Carta Democrática Interamericana de 2001. Podemos agregar también la creación del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y, más recientemente, el Consejo de los Derechos Humanos como órgano principal en las Naciones Unidas. En este proceso también disfrutamos de un lazo particular con Venezuela: el presidente de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos de la OEA que visitó la Argentina en plena dictadura fue el gran jurista venezolano Andrés Aguilar.

Cuando me pregunto si en estos momentos el consenso sobre los derechos humanos y su protección se están rompiendo, no pregunto algo irrelevante para nuestro país y nuestro gobierno. Lo pregunto porque todos estos trascendentes logros en materia de protección de las libertades fundamentales fueron obtenidos por iniciativas de la diplomacia argentina o con su apoyo activo. Por eso, hacer silencio ante la violación de los derechos humanos en Venezuela o cualquier país de la región no es otra cosa que traicionar un ingrediente fundamental de nuestra identidad como argentinos y como latinoamericanos. Es traicionarnos a nosotros mismos, a nuestra historia, y no ser quienes deberíamos aspirar a ser.

En tercer lugar, en cómo respondemos a los hechos en Venezuela está en juego nuestra comprensión de la democracia, otra idea, otro valor, que a los argentinos y a toda la región le costó mucho esfuerzo consolidar. ¿Son las elecciones libres las únicas fuentes de toda legitimidad democrática? La idea de la democracia como un mero mecanismo para elegir gobernantes es una noción empobrecida de la democracia. Importante obviamente, no puede haber democracia sin elecciones, pero eso no es suficiente.

La democracia no se agota en el momento electoral. Se consolida y se profundiza a través de una cultura democrática que se tiene que encarnar en toda la sociedad, pero en particular entre los gobernantes. La democracia no es sólo un instrumento de selección de líderes, es una forma de vida que se constituye por actitudes, ideas, reglas, fundamentos y conductas. Por eso, un gobierno elegido democráticamente no puede reprimir las opiniones de ciudadanos por el hecho de que esas opiniones sean disidentes. No puede violar la libertad de prensa ni la libertad de asociación y acusar a quienes piensan distinto de fascistas y encarcelarlos. Un gobierno elegido democráticamente no puede permitir que bandas asesinen a quienes se manifiestan de manera pacífica. Todo esto viola los derechos humanos y viola una compresión más profunda de lo que implica la democracia como el experimento de vida pluralista en conjunto.

Estas reflexiones no son abstractas. De cómo definamos nuestra relación con Venezuela, de cómo entendamos los derechos humanos y la democracia dependen la vida y la muerte de nuestros hermanos venezolanos. La Argentina, por su hermandad tradicional con Venezuela, por su compromiso histórico con los derechos humanos y la democracia, y por su peso e influencia en la región, no puede permanecer callada o al margen. Tiene que asumir un papel de liderazgo para lograr la paz y la conciliación.

En la intersección de nuestros valores históricos y la cercanía actual con el gobierno venezolano, la Argentina debería hacer lo posible para que, sobre la base del artículo 18 de la Carta Democrática Interamericana, el gobierno venezolano acepte recibir una misión de buena voluntad integrada por personalidades pluralistas para analizar in situ la situación y sugerir las medidas que consideren procedentes y viables. Esto no implica intervención en los asuntos internos venezolanos en el sentido prohibido por las cartas de las Naciones Unidas y de la OEA. Por el contrario, sería una demostración adicional del grado de evolución alcanzada por América latina en su integración y en la confianza mutua desde la recuperación de las democracias, así como un apoyo al pueblo venezolano en estas horas tan difíciles.

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