Legado

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martes, 8 de octubre de 2013

El deterioro político detrás de la enfermedad POR EDUARDO VAN DER KOOY

La enfermedad de Cristina Fernández que, de nuevo, sacude a la Argentina constituye, al mismo tiempo, un enorme telón que oculta la actualidad de la escena nacional. Esa escena exhibe, entre muchos, un rasgo distintivo: el acelerado deterioro político presidencial que sucedió a aquella apabullante victoria con el 54% de los votos, que consagró su reelección hace apenas dos años.

Ese deterioro sobresaldría en todos los planos. En el interno, la Presidenta se asoma a una nueva derrota electoral, según lo presagian todas las encuestas para el domingo 27. No sería todo. Se advierte también una descomposición progresiva en sus sistemas de poder. La motorizan las intrigas palaciegas derivadas de los fracasos en la gestión y el desencanto de una buena porción del peronismo que, hasta ahora, acompañó la experiencia de los Kirchner en esta década. El frente externo sería también reflejo de los malos tiempos.

Se acumulan conflictos sin solución (con España por Repsol, con Washington por los fondos buitre, con Brasil por motivos del comercio, con Uruguay por la pastera en Fray Bentos) y Cristina aparece aislada. Basta para comprenderlo con consignar un dato: estuvo poco más de dos días en la reciente Asamblea de la ONU en Nueva York y tuvo agenda libre con holgura. Pronunció su discurso y selló sólo dos encuentros bilaterales: con Dilma Rousseff (vecina, a quien puede ver cuando desea) y con el colombiano Luis Alberto Moreno, titular del BID.

La enfermedad de Cristina, según los especialistas, sería producto de una patología vieja. Aunque desnudaría también, a la par, muchos desarreglos de su poder. Uno de ellos tendría ligazón, precisamente, con cierto desdén de los Kirchner con sus problemas de salud. Le ocurrió al ex presidente, que recibió repetidos alertas de su cuerpo antes del desenlace fatal.

Le viene sucediendo a Cristina quien, en ese aspecto, pareciera estar bastante más atenta. Pero, en ambos casos, persiste la sospecha de una manipulación política frente a la irrupción de cada trastorno.

El cuadro cerebro vascular que evidenció Cristina el sábado último registra antecedentes. No del todo claros, al menos, en la forma de ser comunicados. El primer episodio ocurrió en junio del 2011 cuando sufrió una caída durante la visita al Instituto Luis Federico Leloir. Fue atendida en el sanatorio Otamendi por Armando Basso. El reconocido neurólogo señaló que no existían secuelas cerebrales por aquel golpe. Pero, en cambio, habría marcado una anomalía en la zona frontal izquierda. De esa cuestión los médicos presidenciales, Luis Buonomo y Marcelo Ballesteros, nunca se hicieron cargo. Cristina soportó otro golpe en la cabeza –jamás se aclaró en qué circunstancias, aunque tal vez fue durante su práctica de rollers en Olivos– el día después de la derrota en las primarias de agosto. Basso se estaba yendo por entonces de viaje al exterior. Debió aplazarlo para ocuparse de nuevo de la salud presidencial. Realizó el mismo diagnóstico de 2011. Hicieron falta la arritmia y las cefaleas de Cristina para una nueva consulta de urgencia, esta vez a cargo del prestigioso doctor Facundo Manes, de la Fundación Favaloro. Pasó, tras varias horas de rumores y hermetismo, lo que se sabe: el reposo repentino y estricto de la Presidenta por un mes. Se sabe mucho menos, en cambio, sobre las características y posibles consecuencias de su delicada dolencia.

La Presidenta no pareció dispuesta a mensurar debidamente ninguna de esas cosas cuando se abocó al ejercicio del poder, en especial en su segundo mandato. Empezó por construir una línea de sucesión presidencial que, con la realidad a la vista, demostraría el grado de indigencia institucional en que se encuentra sumida la Argentina. Amado Boudou no ha sido sólo un grueso error político presidencial. Es un funcionario que está además a tiro de procesamiento de parte del juez Ariel Lijo, en dos causas: enriquecimiento ilícito y el escándalo Ciccone. Esos malos pasos le hicieron perder la frágil inicial confianza cristinista. A tal punto, que el secretario Legal, Carlos Zannini, alternó el clásico de ayer entre River-Boca con el análisis de formas para limitar el poder del vicepresidente, para el caso de que se haga efectiva la licencia de Cristina y deba reemplazarla. No habría camino para que ese artilugio no sea inconstitucional.

Boudou fue marginado hace tiempo por la propia Cristina, su autora, de cualquier tarea política significativa. Expresamente incluso, en especial por pedido de Martín Insaurralde, se borró de la campaña. Archivó la guitarra y emprendió cuanto viaje pasó por su escritorio. Volvió de apuro de Brasil convocado por la crisis de salud de la Presidenta. Algunos dicen que estaba en ese país organizando comisiones bilaterales de trabajo. Otros, que desde Brasilia planeaba ir a Cannes para promocionar el cine argentino, ladeado por la titular del INCAA y candidata a diputada porteña, Liliana Mazure.

Los padecimientos de la maquinaria de poder cristinista no concluirían, sin embargo, con Boudou. Detrás del vicepresidente, en la línea de la sucesión, está la senadora Beatriz Rojkés, la esposa del gobernador tucumano, José Alperovich. Ocupa el segundo escalón en el Senado.

Hasta allí trepó sólo por su amistad y solidaridad con Cristina. Se trata de una mujer distante del sistema peronista. Y de todos los sistemas. ¿Alguien podría imaginarse gobernando a Boudou la transición?. ¿Alguien podría pensar que Rojkés lo haría sin hesitaciones? Esa manera de entender el diseño del poder de parte de la Presidenta escondería también un trastorno. No patológico. Sí político e institucional.

El caso de Julián Domínguez, el titular de la Cámara de Diputados, sería distinto. Podrá o no compartirse con él siquiera la hora, pero sería difícil escamotearle su recorrido político y partidario. Claro que, como parte de una hipótesis que nadie en su sano juicio querría ver consumada, Domínguez formaría parte de la línea sucesoria sólo para convocar al plenario del Congreso que debería designar al presunto reemplazante de Cristina. Fue lo que hizo Eduardo Camaño en la crisis del 2001 que terminó coronando a Eduardo Duhalde (entonces senador) como presidente de una emergencia.

Sería en este punto donde podría comenzar a tallar, tal vez, la figura de Daniel Scioli. Como nunca en los últimos años la Presidenta y el gobernador se retribuyeron elogios. “Nunca le perdí confianza”, dijo Cristina en su último reportaje programado por TV, antes del reposo obligado. “Hay que cuidar la salud de la Presidenta”, aconsejó el mandatario.

Scioli se “cristinizó” hasta un extremo impensado en los últimos meses. Se cargó la campaña y a Insaurralde sobre sus espaldas. Esa labor se tornará más ostensible ahora que Cristina desaparece de la campaña.

El viraje de Scioli llamó la atención, sobre todo, porque estuvo en junio a horas de cerrar un acuerdo con Sergio Massa, el candidato del Frente Renovador, ganador de las primarias y favorito para el domingo 27 en la provincia de Buenos Aires. Después de ese incordio, el gobernador convocó en varias oportunidades a defender la institucionalidad votando a los postulantes del Frente para la Victoria. Siempre se tomaron sus palabras como un eslogan porque nadie avizoraba seriamente ninguna tempestad.

En privado, Scioli fue varias veces más lejos. Explicó que su pacto con el intendente de Tigre era imposible porque si sobrevenía una crisis en el Gobierno nacional luego de la derrota, estaría forzado a convertirse en garante de la estabilidad. Y que no podía hacerlo desde la vereda opositora. Fue otra vez literal cuando hace sólo diez días explayó esos mismos argumentos delante de dos importantes empresarios. Los hombres de negocios quedaron entre confundidos y perplejos.

¿Sabía Scioli, acaso, algo sobre la salud de Cristina? ¿O intuía simplemente la posibilidad de un desbande oficialista después de la derrota? ¿Conversó algo de eso, o todo, con la Presidenta? Serían esos, en este tiempo de gigantesca incertidumbre política, los secretos más valiosos guardados por el gobernador.

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