Legado

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domingo, 7 de julio de 2013

LA CENTROIZQUIERDA UNA CUÑA CONTRA EL PERONISMO

Miles de argentinos esperarán hasta el domingo previo a las elecciones de octubre, leerán las últimas encuestas y decidirán su voto sobre la base del candidato que tenga mejores chances de derrotar al kirchnerismo: Drácula, Frankenstein o el Hombre Lobo. Esta opción pragmática borrará razonamientos éticos, estéticos e ideológicos: no es momento de estómagos delicados porque vienen a degüello. Esa clase de votante adscribe de algún modo a la broma tremendista de Woody Allen: "Más que en ningún otro momento de la historia, nos hallamos en una encrucijada. Un camino conduce a la desesperación absoluta; el otro, a la extinción total. Quiera Dios que tengamos la sabiduría de elegir correctamente".

La sensación de emergencia nacional, alimentada por la consigna "vamos por todo", y la sombría amenaza de forzar una reforma constitucional colocan a un importante segmento de la sociedad ante la paradójica tentación de votar a un peronista para sacar del poder al peronismo. Bajo la ya gastada superchería, naturalmente, de que sólo un discípulo de Perón puede gobernar nuestro país. Tengamos en cuenta que hoy el partido más grande de la Argentina es el antikirchnerismo: representa potencialmente alrededor del 60% del mercado electoral. Dentro de ese conglomerado crítico hay de todo: halcones y palomas, izquierdas y derechas, peronistas y antiperonistas furiosos. Como en todo comicio posterior a la destrucción del sistema de partidos políticos, acontecida en 2001, la gran pregunta es si la salvaje polarización entre kirchnerismo y el Resto del Mundo eclipsará una vez más la posibilidad de generar fuerzas perennes y capaces de pelear una verdadera alternancia. En esta elección de media estación, todo parece tomado por el juego de plebiscitar de manera positiva la gestión cristinista o sepultarla bajo un contundente voto castigo. La percepción, real o ficticia, de que se asiste a "un fin de ciclo" coloca, sin embargo, a los argentinos ante la necesidad de meditar como nunca sobre qué país diseñarán.

Existe un inmenso planeta no peronista que se encuentra ante el dilema de seguir aquel voto pragmático y estomacal, o arriesgarse por un voto constructivo. El dato más relevante que este barrio de la política presenta es el surgimiento de una coalición de socialistas, radicales y republicanistas que aceptaron deponer egos y prejuicios menores, y marchar juntos en importantes distritos. Específicamente en la Capital serán casi los únicos que utilizarán las PASO como interna abierta. Se convertirán así prácticamente en la única fuerza incontaminada de peronismo que bajará al ruedo, puesto que el macrismo se ha peronizado en busca de una mayor base de sustentación. Recordemos que Macri participa en la provincia de la aventura de Sergio Massa.

Es interesante ver que el nuevo frente logró de arranque ganar una batalla semántica. Ahora la palabra "centroizquierda" les pertenece. En parte, porque lograron imponerla y arrebatársela al oficialismo y, en parte, porque éste fue abjurando de ella. En tiempos de transversalidad, Néstor Kirchner dibujaba ante sus confidentes un rectángulo con una raya en el medio, a la manera de una cancha de tenis, y colocaba al Frente para la Victoria en un terreno: la centroizquierda. Al otro lado, se encontraba la derecha. Eran tiempos en que Néstor y Cristina coqueteaban con Felipe González y el PSOE. Y en los que imaginaban a Mauricio Macri como una suerte de Aznar argentino, el enemigo deseado que los reafirmaba en su falsa identidad. El kirchnerismo intentó en 2007 ser aceptado por la Internacional Socialdemócrata, pero fue discretamente rechazado. Su lobbista fue un reconocido "socialdemócrata" de toda la vida: Aníbal Fernández.

Con el paso de los años y la radicalización del proyecto, el kirchnerismo se fue aceptando a sí mismo dentro de las categorías del populismo que les proponía Ernesto Laclau. Y aprovechó esa lejanía para echar rayos y centellas contra los socialdemócratas europeos, acusados de ser copartícipes de la crisis económica, que las usinas oficiales jamás vincularon con el terrible fracaso de la política monetaria de la unificación. Prefieren creer que la culpa es de esa centroizquierda y procuran no explicar por qué las versiones latinoamericanas de esa ideología no sólo no fracasan en la región, sino que progresan. Existe hoy una grieta mal disimulada en los foros de la centroizquierda de América latina: por un lado, marchan Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Bolivia y la Argentina, y por el otro, Brasil (aun en estos días turbulentos), Uruguay y Chile. El kirchnerismo conecta con la primera versión; la naciente coalición argentina con la segunda. Hay un abismo conceptual entre ambas. En las naciones gobernadas por socialistas democráticos de distinto pelaje hay Estado; en los populismos hay gobiernos grandes, ineficientes y clientelares. En unos, hay respeto a la ley; en otros, anomia social. En los primeros, hay un sistema de partidos con compromisos concretos; en los segundos, utopías regresivas y providencialismo mesiánico.

Contaba Eduardo Duhalde que tras estudiar durante casi treinta años las encuestas había detectado dos formas de ser argentino. Una coloca la justicia social en el centro de las prioridades, y desdeña cualquier forma jurídica o institucional. Otra cree que sólo las reglas jurídicas, políticas e institucionales permiten generar justicia social. Por décadas esas dos maneras de ser argentino fueron representadas por el peronismo y el radicalismo. El estrepitoso fracaso de la Alianza dejó huérfana a la mitad de la sociedad. Y ese espacio vacante nunca logró llenarse con una fuerza que contuviera a los radicales, y a la vez fuera representativa y superadora de la UCR: Alfonsín fue el gran referente internacional de la socialdemocracia de los 80; Binner, el primer socialista gobernador de la historia.

El fantasma de la Alianza es precisamente una de las principales acechanzas que persigue a este partido en ciernes. Resulta injusto estigmatizar a un sector que descarriló y perdonar a otros actores que gobernaron sin dejar gobernar durante 22 de los 30 años de la democracia moderna. Que privatizaron y estatizaron con idénticos ahínco e irresponsabilidad, que mintieron y se corrompieron de manera escandalosa, que se endeudaron externa e internamente sin reducir la pobreza y que vivieron sucesivas fiestas del consumo que siempre terminan pagando otros. También es injusto vincular una alianza política con el fracaso perpetuo: la región tiene varios ejemplos exitosos de presidencialismos de coalición.

La otra amenaza de este conglomerado progresista es justamente el progresismo. Menem se despidió como el capitán Ahab atado a la ballena blanca. Amarrados uno con el otro el líder se llevó consigo a las profundidades marinas al neoliberalismo, que quedó estigmatizado como la derrota de lo privado y la tumba del industrialismo nacional. ¿Cristina arrastrará en su caída la palabra progresismo? Derechos humanos, discursos de centroizquierda, respeto por el rol del Estado: ¿todo eso desaparecerá junto con su proyecto? Hay quienes sostienen que sí. Que a un progresismo apócrifo y marketinero no puede sucederle otro progresismo, por más real y legítimo que sea. Y que, por lo tanto, en esta sociedad pendular vendrá el turno de la centroderecha en cualquiera de sus versiones.

Por ahora lo único cierto es que esta centroizquierda es una proeza, más allá de la performance que consiga en lo inmediato. Porque acaso su campo se encuentre en el futuro. Un gran socialdemócrata alemán lo explicaba así: "El futuro no va a ser dominado por aquellos que están atrapados en el pasado". Willy Brandt hablaba sin quererlo de la Argentina.

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