Legado

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domingo, 5 de mayo de 2013

GOLPISTAS - Marcelo Giofre

Nicolás Maduro llamó “golpista” a Enrique Capriles: el único pecado había sido solicitar el recuento de los votos. Es más: lo acusó por las muertes ocurridas en las manifestaciones callejeras. Lo paradójico es que esas muertes fueron producto de la represión ordenada por Maduro y las protestas originadas en las grandes dudas que suscitaron las elecciones: el manejo espurio de la enfermedad y la muerte de Hugo Chávez, la asunción inconstitucional de Maduro como presidente interino, el deliberado corte de internet la noche del escrutinio, las levas forzosas de votantes y la diferencia insignificante entre ambos candidatos. No menos llamativo, en Paraguay fue tildado de golpista el apresurado juicio político que destronó al presidente Fernando Lugo, quien sin embargo permitía la usurpación de tierras generando una virtual reforma agraria sin ley, por fuera de las instituciones, dado que no tenía el menor apoyo parlamentario. Aquí en la Argentina, el grupo paraoficialista Carta Abierta acuñó el término “destituyente” para satanizar a quienes protestaban por el exorbitante aumento de los impuestos agrarios. Agustín Rossi acaba de llamar “golpista” nada menos que a Elisa Carrió porque ella se opone a las leyes con las que el Gobierno intenta colonizar la Justicia y abrogar la división de poderes. La aplicación de ese vocablo macartista se extendió evangelizadoramente a periodistas, jueces y simples ciudadanos que manifiestan descontento. En el lenguaje populista, todo opositor es un golpista, del mismo modo que democratizar significa “disolver”.

Una parte significativa de Latinoamérica parece atravesada por una superstición: cualquier cuestionamiento, cualquier interpelación del statu quo, cualquier interrupción de un mandato es una vuelta al pasado golpista y violento de los años 70, por lo cual es preferible dejar a los gobiernos populistas que cometan las más flagrantes aberraciones. El imaginario colectivo ha quedado signado por aquellas experiencias frustrantes, pero ese antídoto que terminó estampado simbólicamente en una frase certera, “nunca más”, no puede tener el aciago destino de acorazar el fraude, la confiscación de bienes o la aniquilación de la república. Venezuela, con un sistema en el que se ha abolido la periodicidad de los mandatos (después de una primera elección que se lo negó e incluso burlando la propia muerte del caudillo, que designó un heredero), apañado por una comunidad internacional que –ya sea por complicidades ideológicas, por ventajas económicas o por comodidad– prefiere mirar para otro lado y homologar el probable fraude, viene a mostrarnos que los populismos han dado con la cuadratura del círculo: lograron, a la vez, fetichizar la democracia nominal (intocable) y convertirla en un prototipo fallido (un cesarismo plebiscitado).

Por eso Maduro puede reprimir y asesinar manifestantes que piden limpieza en la elección y acusar por las muertes al adversario. Por eso Cristina Kirchner puede abolir toda posibilidad de disidencia y acusar a sus adversarios de no querer dialogar. La brutal tergiversación de los términos es posible a partir de algo que aún no ha sido debidamente advertido: los populismos se enmascaran de democráticos pero en rigor no lo son. No juegan el mismo juego que los demás, sólo simulan jugarlo. Se aprovechan de la ingenuidad de sus contendientes y se legitiman con el decorado teatral de una elección que en pocos casos traduce la genuina voluntad popular.

El Poder Judicial es el último bastión. No bien Cristina Kirchner consiga colonizarlo mediante su estrafalaria “democratización”, caerá todo el resto como un castillo de naipes. La prensa será amordazada. Los adláteres corruptos serán rápidamente sobreseídos. Los críticos podrán ser perseguidos sin miramientos. El derecho de propiedad quedará en suspenso. Y las elecciones podrán ser manejadas discrecionalmente, como en Venezuela, imponiendo incluso a personajes tan descoloridos y patéticos como Nicolás Maduro, que mantiene comunicaciones telepáticas con el más allá a través de un pájaro. ¿No se baraja ya aquí la postulación vicaria de Carlos Zannini, el enigmático Richelieu de los Kirchner? Por eso es tan importante para ellos rotular como “golpistas” a los que se oponen a esta velada fujimorización de la política argentina: detrás de estas etiquetas estigmatizantes acecha el invierno de una tiranía. El mejor disfraz del diablo es hacer ver que no existe; el mejor disfraz de un golpista es hacer ver que el otro es golpista.

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