Legado

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lunes, 18 de marzo de 2013

Los desafíos de Francisco

La elección de Jorge Bergoglio como papa de la Iglesia Católica es un hecho que continúa conmoviendo a los argentinos. Las noticias y los comentarios de estos días recorren cuanta historia venga a cuento sobre la vida y obra del cardenal. Para todos los que compartimos la pasión por mirar el espectáculo humano, éstos son momentos imperdibles. Cómo no conmoverse con la emoción que muestran nuestros compatriotas y la inhabitual comunión (palabra apropiada en estas circunstancias) de tantos tan diversos. Cómo no maravillarse con las fatales confusiones, las ideas borrosas, de muchos entrevistados para quienes –como decía Sabato– las palabras abren penosamente camino al pensamiento. Cómo no encontrar cierta paz viendo el rostro de los que sencillamente están alegres porque intuyen, creen o sienten que algo bueno sucedió.
Entre tantas reacciones no se debe ignorar la lamentable reacción de la Presidenta. ¿Tuvo celos de Bergoglio? ¿Será tan grave su caso que la práctica política no le enseñó a contener sus impulsos? Qué triste espectáculo y, sobre todo, qué notable falta de oficio. Y al ver el temor de sus diputados que no osaban saludar la noticia en la Cámara porque no habían recibido la autorización, se podía imaginar que el espectro de Robespierre recorría los pasillos del Congreso presto a castigar la desobediencia.

Volvamos a lo que importa, los desafíos de Francisco.
El jefe de los católicos deberá enfrentar una serie de problemas cuya gravedad no es necesario describir. De algunos depende la supervivencia de la Iglesia, de otros la ayuda o el daño que se haga a las sociedades y, finalmente, se encuentran los que creo más importantes, aquellos que se vinculan al aporte que podría hacer la Iglesia a la reconstrucción moral de Occidente.
Sé, lector, que estas palabras pueden parecer grandilocuentes, pero como se trata efectivamente de la reconstrucción moral de nuestra civilización, no veo por qué no usar las palabras que corresponden.

El primer conjunto de cuestiones atañe a la Iglesia respecto de sí misma. Temas tales como la corrupción financiera, las luchas políticas internas, la pérdida de adhesiones activas e incluso –más allá de sus daños sociales– la pedofilia, son algunos de los síntomas del derrumbe interior.
Todas estas son cuestiones que tocan mayormente a la Iglesia y a su futuro. Si no las resuelve, la advertencia de Francisco probablemente sería el mejor escenario cuando dijo que la Iglesia podría convertirse en una “ONG piadosa”. Como tantas otras organizaciones, cuyos ejemplos se reiteran en la historia, si la lucha interna absorbe la fuerza del Vaticano, la desaparición o la irrelevancia será su futuro más probable.

Que la Iglesia está preservada de los destinos de otras instituciones humanas es parte de una peligrosa ficción. Ninguna perdurabilidad está asegurada. El mismo Papa lo admite cuando advierte sobre la probabilidad de devenir una ONG. Cuando una organización se divorcia de su razón de ser, de su finalidad, desaparece o se transforma. En todo caso deja de ser lo que era. La idea de la eternidad de la Iglesia fue borrada con lo dicho por su máxima autoridad.
Sobre la gravedad de estos asuntos no existe mucho lugar para la duda. Los acontecimientos excepcionales que se desarrollaron estos días, la renuncia de un papa y la elección de un cardenal de la periferia por primera vez, muestran que no hay tradición que se respete cuando la supervivencia está en juego.

En todo caso, estos temas afectan, fundamentalmente, a la propia Iglesia de Roma y a los que forman parte de ella. Aunque un mundo con o sin Iglesia Católica no es necesariamente el mismo, éstos no son desafíos para la sociedad en general.
El segundo tipo de problemas son aquellos cuya solución excede a la institución, afectan el comportamiento de los humanos y el desenvolvimiento de las sociedades. Estos asuntos, a diferencia de los primeros, salen de las paredes del Vaticano. Aquí se reúnen los que son presentados, habitualmente, como los principales desafíos del nuevo papado: el aborto, el matrimonio entre personas del mismo género, el uso de anticonceptivos, el celibato de los sacerdotes, el sacerdocio de las mujeres.

Algunos de estos temas deberían ser indiferentes a los no católicos (85% de la población del mundo): el casamiento gay se puede hacer con independencia de la Iglesia, el celibato es un problema interno y el sacerdocio de las mujeres también.

Sin embargo, promover el no uso de preservativos es difundir activamente el no uso del mejor medio de protección contra las enfermedades venéreas y el sida. Es decir, se promueve una práctica que atenta contra la salud de los individuos y que puede causar enfermedad y muerte. Aunque mucho más complejo, el tema del aborto tiene semejanzas con esta cuestión. La esperanza es que en estos temas la Iglesia no dañe a la sociedad.

Sin embargo, es muy difícil que esto suceda. Francisco parece rechazar esos cambios y, además, si los encarara abriría más frentes de tensión interna que los que puede administrar. Políticamente se puede entender que sea así, lo cual no evitará el mal que provocará.

Finalmente, hay un tercer tipo de cuestiones. Se trata del papel de la Iglesia en una civilización que atraviesa un momento de enorme debilidad. Buena parte de Occidente, de sus sociedades y gobiernos, pierden crecientemente el sentido de finalidad. ¿Para qué gobernar una sociedad? ¿Para el goce, el hedonismo del ejercicio del poder? ¿Hay algo más allá de vencer al adversario y alcanzar el trono? ¿Qué buscan la política, los políticos, los gobiernos y los Estados? ¿Esa búsqueda tiene algo de su razón de ser originaria, esto es, el bienestar general?
¿Qué ética funda la moral de las acciones? Creo, lector, que la degradación de nuestro mundo, donde las pasiones y ambiciones sin límites de los que ejercen cualquier forma de
poder nos pueden llevar –tarde o temprano– a la dominación de otras civilizaciones, que están a distancias inmensas de los valores que durante milenios fundaron nuestras formas de vida.

Me resulta difícil desprender estas afirmaciones de la sospecha de un contenido genérico o, aun peor, declamatorio. Pero no hay otro modo de denominar la pérdida de objetivos, finalidad, que llamarla crisis moral. No hablo de la moral que recomienda ocultar y desconocer las pasiones humanas en lugar de indagarlas. Hablo de la moral que guía la coherencia de las acciones de los individuos con un fin superior al interés de sí mismos. Particularmente, en la actividad que más afecta nuestras vidas, la política.

Si la Iglesia buscara más que sobrevivir, si quisiera ayudarnos a todos, Bergoglio parece un hombre apto para encarar esa dura tarea. Si lo hiciera, habría ido más lejos que reconstruir la Iglesia para internarse en un esfuerzo por el renacimiento de Occidente.

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