Legado

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miércoles, 20 de marzo de 2013

Frente al odio, un cristiano en la silla de Pedro Por Alvaro Abos

La renuncia de Joseph Ratzinger fue un fogonazo. En un mundo donde se matan por el poder, alguien, voluntariamente, lo dejaba. Por su parte, la elección de Jorge Mario Bergoglio y su autobautismo como Francisco -un nombre a veces significa más que mil discursos- completó el hecho: postula un audaz intento de la Iglesia para restaurar valores como la humildad, la igualdad y la ética, que un mundo secularizado y materialista posterga. Es un proyecto de enormes dimensiones, confiado a un hábil comunicador, y del cual apenas hemos presenciado los primeros pasos. Desde esta orilla, es necesario no perder de vista tal dimensión, porque mirar lo sucedido en el Vaticano sólo con una óptica local lo desnaturalizaría, banalizándolo. Dicho lo cual, es menester volver a nuestra tiendita. Banal o no, para nosotros es importantísimo.

La elevación de Bergoglio a papa se metió de rondón en la encrucijada argentina porque el hombre que el cónclave coronó era uno de los enemigos que el Gobierno había elegido. El Gobierno ejercita sin pausa operaciones de demonización contra personas o instituciones que no se pliegan a sus dictados. Primero fue el campo. Productores grandes y chicos que resistían el alza de un impuesto (retenciones) recibieron el sambenito de oligarcas explotadores. Luego fue el diario Clarín. Su propietaria fue crucificada como apropiadora de niños y el diario, zarandeado por múltiples ataques. Luego, fueron los jueces: algunos dictámenes emitidos por tribunales de alzada no conformaron la exigencia del poder, por lo que éste los vilipendió como integrantes de una mafia: la "familia judicial", expresión usada por el Gobierno, remite a la onorata societá. Le tocó también al movimiento obrero, cuyo más importante dirigente pasó a ser denigrado como burócrata sindical.

¿No es curioso que esos enemigos antes fueran amigos, aliados o favoritos del Gobierno? Podrá decirse que éste, como uno más de los actores de la vida pública, hace algo legítimo en democracia: alinearse y defender sus opciones, criticar a quien se sitúa enfrente de ellas. Pero lo que hace el Gobierno no es confrontar para mejorar, sino odiar para destruir. Va de odio en odio, de guerra en guerra. Como es lógico, semejante dispendio de fuerza negativa posterga acciones que mejoren el país. Y así se nos escurren estos años, roídos por un belicismo cortoplacista incompatible con la construcción de futuro. En cada uno de esos frentes de conflicto había algo de verdad. Alguna vez el campo fue espacio paradigmático del país oligárquico. El diario Clarín, fundado en 1945, fue complaciente con gobiernos militares. De los jueces, en general, se puede decir que son elitistas, porque el ascenso en la carrera judicial es restrictivo. De los sindicalistas puede decirse que entre ellos no faltan burócratas. Ahora, de Bergoglio se dijo que, en su momento, no enfrentó a la dictadura (¡que no fue un héroe!). Para el kirchnerismo, el mundo entero es malo porque el mundo, en mayor o menor medida, por un motivo u otro, no es kirchnerista. Con esa lógica, hasta las hormigas podrían ser antagonistas.

Así funciona la visión binaria del Frente para la Victoria, así es el pensamiento adobado por Carl Schmitt y Ernesto Laclau. Un espacio que necesita pelear para existir. Donde sólo se puede ser amigo o enemigo. El Gobierno se alimenta de su propio odio.

Acaba de llegar a librerías de España e Hispanoamérica un libro de Umberto Eco titulado Construir al enemigo. El autor explica que tener un enemigo es necesario para reforzar la propia identidad, para que un obstáculo a vencer nos fuerce a desarrollar nuestra energía y ratificar nuestro sistema de valores. Hay un segundo paso en ese camino: el diferente, de pronto, es visto como una amenaza. La bruja, el judío, el negro alguna vez ocuparon ese papel. Para el poder que usa el mecanismo odiador como recurso, el enemigo así construido pasa a ser constitutivo de su ser. Por lo tanto, debe ser evocado una y otra vez, sin pausa. En el país autoritario que imaginó George Orwell en su novela 1984, el poder ha instalado a un Enemigo Principal. Era un tal Emmanuel Goldstein. Su cara estaba siempre en la pantalla y la televisión emitía varias veces por día un programa titulado "Dos minutos de odio" en el cual se actualizaban sin cesar los mensajes denigratorios. ¿Habrán leído a Orwell quienes inventaron y hacen 6,7,8?

Ahora bien, si, como sostiene Umberto Eco, construir un enemigo y odiarlo es un mecanismo natural de todo hombre, ¿es posible escapar a él? Sí, es posible, cuando a quien está enfrente no se lo quiere destruir sino comprender. El esfuerzo dedicado a denigrar al adversario puede ser usado para entender las diferencias con él, y quizá salvarlas. O bien, aumentarlas.

Para el kirchnerismo fundamentalista, la elección de un papa argentino no fue un acontecimiento a celebrar. Que el nuevo papa sea argentino no convoca a la emoción, como les pasa a millones de personas en nuestro país. Para ellos el hecho es un erzatz, una sustitución, un sepulcro blanqueado. Esos fundamentalistas ya clavaron a Bergoglio en uno de los casilleros de su lógica de blanco y negro. Le aplicaron un mecanismo de calumnia y descalificación que remite al estalinismo y que no tiene vuelta atrás. Aquel régimen acudía a fantasmales dossiers con los cuales destruía a los antiguos adictos, caídos en desgracia y calumniados como traidores, para ser de inmediato eliminados.

El mecanismo por el cual se ha querido ensuciar a Bergoglio se basa en un anticlericalismo apolillado, según el cual la Iglesia es, a priori, el lugar del mal, por lo cual es lícito usar contra ella cualquier recurso, incluso el espionaje.

Más allá de estas miserias, si la Iglesia Católica tiene un proyecto de cambio universal, cabe preguntarse: ¿por qué el cónclave eligió a Bergoglio para conducir semejante epopeya epocal? ¿Acaso porque es sencillo, porque es hincha de San Lorenzo, porque visitaba las villas miseria y viajaba en colectivo? Hay otros cardenales que tampoco viajan en limusina... Tal vez eligieron a Bergoglio porque supo decirle no al poder cuando en la homilía de aquel tedeum de 2004 le recordó al presidente Néstor Kirchner, sentado en la primera fila, que los funcionarios eran servidores del pueblo que los había colocado en el poder. Luego repitió una y otra vez ese mensaje. Desde una dimensión que no era la retórica, sino el testimonio, el acto. Bergoglio vive austeramente, Bergoglio estuvo con los pobres cuando fueron masacrados por la corrupción, en Cromagnon y en Once. Pero también mostró que no lo movía el odio: cuando murió Kirchner, que lo despreciaba y lo erigía en enemigo simplemente porque el arzobispo de Buenos Aires no quiso ser funcional a un proyecto político, Bergoglio ofició misa por Kirchner y les dijo a sus fieles aquella frase propia de un pastor: "Recen por él porque en él confiaron al votarlo".

Católicos y no católicos, millones de personas en esta tierra y en el mundo esperamos que en los próximos tiempos pueda repetirse lo que Hanna Arendt escribió en la revista The New Yorker cuando Angelo Roncalli fue nombrado papa (Juan XXIII): "Un cristiano se ha sentado en la silla de Pedro".

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