Legado

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lunes, 28 de enero de 2013

Once, reflejo del kirchnerismo

ue un hecho menor e inocente que pasó inadvertido. Sin embargo, revelaba de manera prodigiosa la naturaleza del kirchnerismo. Me refiero a aquella euforia tecnológica que el Gobierno vendía desde los vagones de los trenes metropolitanos en carteles que anunciaban, a todo color, "Vamos a Tecnópolis". Relato K en estado puro: una falsa entrada al futuro, el progreso y la igualdad pintada sobre la superficie de una realidad que atrasaba 50 años e iba camino a la tragedia y la destrucción.

Corrían los últimos meses de 2011 y desde hacía mucho los pasajeros de estos trenes viajábamos como animales en coches con asientos despedazados y ventanas rotas, temiendo que una súbita lengua de fuego o una explosión pusieran fin al viaje por el que habíamos esperado 15, 20 o 30 minutos. Por eso, y más allá del horror, el choque de aquel tren en la estación de Once en el que murieron 51 personas no fue para mí una sorpresa. Tampoco para organismos de control como la Auditoría General de la Nación, que se había cansado de hacer advertencias. Mi error fue creer que tanto dolor y tanto cinismo pondrían en evidencia que el rey estaba desnudo, que al fin se resquebrajaría de manera inapelable el cartón pintado del relato, que la mentira caería por su propio peso.

La primera respuesta del Gobierno fue el silencio. Un calco de la estrategia seguida tras la tragedia de Cromagnon. Después la Presidenta apeló, como siempre, a la victimización. Esperar que admitiera su responsabilidad era ilusorio, pero el intento de presentar al Estado como querellante en la causa fue tan cruel y mezquino como la pretensión de cargar las culpas en las espaldas del maquinista. La farsa, de todos modos, siguió adelante y hoy, un año después, los trenes están más deteriorados que entonces. Se viaja peor y con el temor a un nuevo desastre como acompañante crónico.

Sin embargo, la tragedia de Once tiene aún mucho por decir. En la acusación, que se conoció esta semana, el fiscal habla de la "complicidad criminal" del Estado, dice que se privilegió "el negocio por sobre el servicio" y que la falta de controles sobre los millonarios subsidios "permitía el saqueo". Si dentro de cien años un historiador quisiera entender las claves de la realidad social y política de nuestros días, bastaría con que agotara los significados de esta tragedia que cifra, como ninguna otra cosa, el país de los Kirchner.

Once es la corrupción. Mientras funcionarios y empresarios amigos vivían el festival de los subsidios, el servicio se caía a pedazos. "Los trenes perdían sus prendas y nadie los arropaba, quien debía arroparlos no invertía ni arreglaba nada", describe el fiscal. Lo increíble es que de los miles de millones de dólares que pasaban de mano en mano no se hubiera separado apenas lo necesario para mantener el servicio en su mínima expresión. Al menos para no perder esa fabulosa maquinaria de exacción de fondos públicos. La omnipotencia y la impunidad tienen que ser grandes.

Once es el relato. En la audacia y la ceguera del Gobierno, marca tanto la apoteosis como los límites de la realidad alternativa oficial. Hoy buscan convertir esta tragedia en un logro o una virtud, como se hizo con el embargo africano de la Fragata Libertad, pero no les va bien. Hay que desarrollar una sorprendente insensibilidad para anunciar una "revolución" en el transporte y distribuir, en la misma estación de Once y mientras los familiares recordaban a sus muertos a once meses del hecho, volantes que dicen: "Estamos cambiando el Sarmiento. Confiá en nosotros".

Once es el desprecio. Primero, por los millones de personas que todos los días deben subirse al tren, gran parte de las cuales pertenecen a esa franja de la población más postergada que el Gobierno dice querer ayudar. El maltrato es triste e indignante. Pero Once es, sobre todo, el desprecio por la vida. "La cara visible de la corrupción es la muerte", han dicho los familiares de las víctimas.

Once es el paraíso (y el infierno) del falso empresario. Enriquecerse al calor del poder es una costumbre bien argentina. En este caso, se trata de una expresión sofisticada del clientelismo que contamina la vida política y social. Un clientelismo que, como el otro, paga con creces al gobernante ambicioso.

Once es el deterioro. Los Kirchner han perfeccionado la destrucción del sistema ferroviario que inició Menem. En la Argentina de hoy las locomotoras se detienen y mueren en silencio, como los elefantes, y los buques se hunden solos.

Once es también el país de una sociedad por momentos resignada, cuando no indiferente. Por conveniencia, por comodidad, por temor. No es sólo la Presidenta la que no quiere ver la realidad.

"Todo lo diferido se va pudriendo", escribió la española Carmen Martín Gaite en una de sus novelas. Hablaba de las relaciones familiares, pero se trata de una verdad que bien se puede aplicar a una sociedad, en tanto familia que está obligada a buscar, para bien de sí misma, la mejor convivencia posible. Lo otro, el engaño, el autoengaño, fatalmente trae mayor dolor y a la larga es mucho más costoso.

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