Legado

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martes, 8 de enero de 2013

Entre el autoritarismo y la vitalidad social

En la historia argentina ha habido una tensión entre gobiernos de sesgo autoritario y una sociedad que les impone un límite superador; algo de lo que el oficialismo no parece haber tomado nota.

Contrapunto es una hermosa palabra del idioma español que tiene la característica singular de contener dos significados contradictorios. En su uso más corriente, contrapunto se refiere al contraste que existe entre dos cosas o hechos que suceden simultáneamente: en esta acepción, contrapunto expresa discordancia. En cambio, en el arte de la composición musical, el contrapunto es la técnica que consiste en combinar melodías diferentes con el fin de lograr un equilibrio armónico: en este sentido, contrapunto expresa concordancia. Tomando como punto de partida esta dualidad semántica, es posible ensayar una perspectiva de la historia argentina como el contrapunto entre autoritarismo y vitalidad social.

Sin intentar dar razón histórica, y tan sólo apuntando a una descripción, el autoritarismo ha sido una tentación permanente de nuestro pasado. Desde los albores de la Revolución de Mayo, el autoritarismo ha estado presente en las disputas políticas de los argentinos. Autoritarios fueron los primeros gobiernos patrios, en los que la primacía de Buenos Aires se escudaba en la necesidad de un mando fuerte y centralizado que llevara adelante la lucha por la independencia, y autoritarios fueron los caudillos del interior que pronto se le opusieron para preservar sus autonomías y poder territorial. Autoritaria fue la época del predominio rosista y autoritaria también la supremacía porteña alcanzada después de Caseros. Autoritario fue el régimen conservador, pero no menos autoritario fue el imperio de Yrigoyen sobre sus partidarios y, ya en el gobierno, la deriva progresiva de su estilo político. Autoritaria fue la restauración conservadora, a contrapelo de la evolución histórica, y autoritario devino el régimen peronista que había nacido con legitimidad democrática. Fueron autoritarios los gobiernos militares que se sucedieron desde la Revolución Libertadora hasta 1983, el peronismo que volvió al poder en 1973, y es autoritario el actual intento hegemónico del kirchnerismo.

Con estos antecedentes a la vista, en ciencia política parecería que el autoritarismo determina un hilo conductor invariable de nuestra historia (path dependence), que condiciona la vigencia de las instituciones republicanas.

Sin embargo, cabe oponer al autoritarismo, como tendencia política negativa de nuestra nación, una visión positiva basada en la capacidad y predisposición para enfrentar todo intento hegemónico o de opresión, que se resume en la vitalidad de la sociedad argentina.

La vitalidad social y cultural de los argentinos es un activo valioso y deber ser revalorizado en toda su dimensión.

Existen numerosos ejemplos en la historia de pueblos cuya alta vitalidad los enfrentó en durísimas y prolongadas luchas civiles, que concluían cuando tomaban conciencia de que así esterilizaban sus mejores posibilidades; sólo entonces acordaban darse un marco institucional adecuado para encauzar sus potencialidades.

En la historia moderna, el caso del pueblo inglés es el paradigma por excelencia. Pocos pueblos se enfrentaron con tanta crueldad y violencia como lo hicieron los ingleses en los siglos XV, XVI y XVII. Las guerras civiles y religiosas consumieron sus espléndidas energías, manteniendo a la isla en un estancamiento social y político injustificado. Pero precisamente la misma vitalidad que pusieron en juego para pelearse hasta la Revolución Gloriosa de 1688, la empeñaron posteriormente en respetar un pacto institucional y político que sentó las bases de su grandeza.

Del mismo modo, la vitalidad extraordinaria de los argentinos ha estado a la espalda de nuestros profundos conflictos políticos. Cada actor social siempre ha tenido la vitalidad excedentaria suficiente para sobreponerse a los períodos de predominio de sus rivales, y ninguno de ellos, en definitiva, pudo nunca imponer sus ideas y valores al no contar con el resto de la sociedad. La vitalidad de la sociedad argentina garantiza el balance del poder político y quien la desconozca se expondrá irremediablemente a perderlo.

Desde esta perspectiva, los juicios por la violación de los derechos humanos pueden ser entendidos como una muestra de vitalidad social, la misma vitalidad que augura que en el futuro también se castigará a quienes desde el terrorismo insurgente violaron derechos humanos en plena democracia. La vitalidad social argentina explica nuestros logros culturales, la calidad de nuestros científicos o que superemos una y otra vez crisis de una envergadura que en otras latitudes terminarían con la esperanza de un futuro mejor.

Ante la evidencia de un repetido contrapunto discordante en la política argentina entre autoritarismo y vitalidad social, cabe preguntarse por qué no hemos alcanzado todavía un equilibrio armónico en el que las potencias y capacidades profundas que emanan de nuestra vitalidad social logren superar décadas y décadas de enfrentamientos estériles, cuyo único resultado ha sido el desperdicio de ingentes oportunidades históricas de progreso. Cabe preguntarse por qué no hemos sido capaces de iniciar un sendero virtuoso de concordancia, en el que las diferentes melodías de la ciudadanía convivan en una partitura común de ricos matices e ideales compartidos.

La respuesta no es segura, así como el vaticinio histórico es muy problemático. Quizás haya que atribuir la prolongación de nuestros desencuentros más allá de lo razonable a la presencia del peronismo, que en su actual y más anacrónica versión kirchnerista, sobre cuyas características populistas y autoritarias se ha dicho casi todo, estira la agonía de un modelo de hacer política que la sociedad no comparte.

A la luz de lo expresado, no se destaca lo suficiente que el kirchnerismo está cometiendo el mismo gravísimo error en que incurrieron muchas fuerzas políticas dominantes en el pasado: pretender la imposición de una hegemonía política autoritaria sin comprender que la vitalidad de la sociedad argentina no lo tolera.

En el seno profundo de la sociedad argentina no existe la confrontación que la política kirchnerista desea sostener como si merced al fanatismo de sus posturas encontrara sentido para su existencia como alternativa de poder. La sociedad no está dividida, pese a lo que intenta hacernos creer el Gobierno. Y me atrevo a opinar que tampoco están divididos los políticos opositores y peronistas no kirchneristas sobre un conjunto de políticas de Estado a largo plazo, aunque sí están sometidos a sobrevivir en el juego político de suma cero que propone el kirchnerismo.

¿Estará llegando la hora de una plenitud basada en la toma de conciencia de la esterilidad de nuestros enfrentamientos políticos? ¿Será el kirchnerismo la última expresión de un modelo de país que no ha resultado exitoso? ¿Estará naciendo del seno profundo de la sociedad argentina el reclamo de terminar con las divisiones políticas que hoy mayoritariamente no la representan?

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