Legado

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lunes, 28 de enero de 2013

De Auschwitz a la ESMA, tan lejos y tan cerca a la vez

Hoy se conmemora a las víctimas del Holocausto. O de la Shoá, como prefiere llamarla el pueblo judío. Porque holocaustos hubo muchos (Churchill ya había calificado así el genocidio turco contra los armenios), demasiados, en el largo y accidentado peregrinaje de la humanidad, hasta nuestros días. Pero la excepcionalidad de un exterminio planificado, en el corazón de la vieja y culta Europa, en la patria de Kant, Mozart y Beethoven, y a mediados del siglo XX, que terminó devorando a 6 millones de personas como "solución final", hace que sea el que hoy evocamos. El hombre convertido en lobo del hombre, de modo absolutamente racional, a escala masiva e industrializada. La eliminación de semejantes previamente estigmatizados, a cargo de un Estado criminal, burocrático y eficaz en el horror, como el de la Alemania nazi. Un antes y un después, definitivamente, que derivó en la Convención y Sanción de los delitos de Genocidio, votada por la ONU, en 1948, tan importante en el presente.

A las víctimas se las recuerda hoy porque las tropas soviéticas liberaron los campos de Auschwitz, el 27 de enero de 1945, hace 68 años. A mediados del año pasado, pude viajar a Polonia, invitado por el Congreso Judío Latinoamericano, como parte de una comitiva integrada por periodistas del continente. Recorrí los restos del Ghetto de Varsovia; y los campos Auschwitz I (el que se conoce habitualmente por fotos, donde en el arco de su entrada puede leerse "El trabajo nos hace libres") y Auschwitz II (o Birkenau, con sus inmensas barracas), los dos centros de exterminio levantados a media hora de Kracovia, la segunda ciudad polaca, nudo estratégico que los alemanes eligieron porque a ella se llegaba desde cualquier lugar bajo dominio del Tercer Reich, en apenas un día de tren.

La "solución final" se tomó en el distrito berlinés de Wannsee, el 20 de enero de 1942. Allí se reunieron los capos nazis para decidir de qué modo, en qué lugar, con qué urgencia y cuál era la forma más económica para eliminar a los millones de judíos que mantenían en los ghettos. Fue el colmo de la perversión humana: la aplicación plena de la razón con fines absolutamente irracionales. La supresión del otro, el diferente, en escala industrial, como solución definitiva a los problemas.

Me traje de este viaje sensaciones que nunca había vivido. Es insoportable describir en palabras la sensación de permanecer cinco minutos junto a uno de esos viejos hornos crematorios, que aún se conservan. Los muros despiden el olor entre acre y dulce de los tejidos humanos alcanzados por el fuego. No sé si lo imaginé, pero juro que así olía. Las imágenes del guardia, con cara de nada, empujando hacia el interior de la estructura de hierro un cadáver reducido a piel y huesos, sin su cabellera, previamente rapada, se dibujan solas. No hace falta siquiera el apunte verbal de los guías. Saber que ese cabello, una verdadera montaña al final de cada día, hoy exhibida en vitrinas de cuatro por ocho metros desde los tiempos de la gestión museológica soviética, era destinado a aislar térmicamente las paredes de los submarinos alemanes, produce algo más que escalofrío o asco. Genera asfixia moral.

Caminar las vías férreas para adentrarse en Auschwitz-Birkenau, admirar esa ciudad alambrada con capacidad para alojar en sus barracas de madera a casi 100 mil deportados permanentes, dividida en dos sectores por los rieles al centro, donde iban a parar los que aún servían para el trabajo esclavo de las grandes corporaciones económicas alemanas, que se beneficiaron con el terror, es el paisaje del mismo infierno.

Enterarse que ancianos y niños no tenían la suerte de los que iban a las barracas, provoca estupor. No tenían siquiera la oportunidad de esa sobrevida lastimosa y humillante, al ras de la muerte misma, que retrató Primo Levi. Ellos eran bajados del tren, permanecían junto a los vagones, y luego eran empujados en caravana hacia el final de las vías, donde podían divisarse unas seis chimeneas en rojo, que humeaban las 24 horas del día, los 365 días del año. Se les prometía un baño reparador, después del largo viaje desde el ghetto, para introducirlos en cámaras que simulaban duchas colectivas de 50 metros cuadrados. Los sorprendía el gas mortal. Luego, sus cuerpos eran quemados.

El campo hoy está lleno de pequeñas lagunas, rodeadas de flores silvestres amarillas, enmarcadas por bosques de abedules, desde los que baja el canto indiferente de los pájaros. Son los viejos pozos inundados por la lluvia, en los que se arrojaban las cenizas de las víctimas, esas mismas víctimas que descendían ayudados por los culatazos de los SS sin saber que en una hora, tal vez una hora y media, sus restos serían cargados en carretillas y volcados en esos agujeros, donde los aguardaban las cenizas de otros cientos de miles de judíos polacos, franceses, alemanes, rusos, griegos, gitanos, homosexuales, comunistas o socialistas que, simple y atrozmente, habían llegado primero a la última estación de sus vidas, decidida por la maquinaria nazi.

Estas son algunas de las sensaciones que traje del viaje. Pero la verdad es que, cuando volví a la Argentina, no tuve ganas de escribir. Fue, de alguna manera, mi reacción ante el horror. Una evasión estúpida. Ocurre que escribir es revivir lo que uno ve, huele o escucha, y no tenía ganas de volver a ver, oler o escuchar nada de la aleccionadora travesía. Cuando pude salir del espanto inicial, comprendí que no tenía derecho a guardarme la experiencia. No me pertenecía. Me prometí juntar material para desarrollar un ensayo, un texto más largo y sesudo. Releí y busqué todo el material que tenía sobre el Holocausto o la Shoá. Cada palabra, cada imagen, cada olor tomó un nuevo significado. El haber conocido la geografía, los lugares, los testimonios de las víctimas sobrevivientes, hizo que esos viejos textos leídos desde la distancia que produce la cómoda lectura hogareña, cobraran una dimensión nueva: la de la realidad pavorosa. Hace poco, mientras caminaba por la calle, vi a un cartonero que recogía de un volquete lleno de vidrios rotos y mampostería, libros que alguien había desechado. No pude sustraerme a la curiosidad. Más que eso: no pude evitar el querer llevarme alguno a casa. Previa negociación con el cartonero, conseguí rescatar Si esto es un hombre, de Primo Levi. Es el relato estremecedor sobre las vivencias en Auschwitz de este químico turinés, partisano combatiente contra el fascismo, que se suicidó en 1987, muy probablemente bajo los efectos fantasmales de un pasado irremontable. ¿Existen las señales? No lo sé. Pero hoy me encuentro volcando en esta crónica insuficiente el testimonio de lo vivido, a mediados del año que pasó, en los mismos escenarios donde el hombre se convirtió en depredador serial del hombre.

Polonia tiene 40 millones de habitantes, como la Argentina. Algo de industria naviera en el norte y llanuras donde hay bastante ganadería y cultivos de papa. Producen bastante azúcar, que exportan a Alemania, pero la pagan más cara que los alemanes.

Desde que se independizó de la Unión Soviética, creció económicamente. Está a punto de entrar en la Eurozona, lo que muchos consideran un error, a instancia de su nueva y pujante burguesía, abandonando su moneda nacional, el zlotys (lo pronuncian "szbote"). Cien zlotys, al cambio, son unos 30 dólares, es decir algo más de 150 pesos argentinos. Un sueldo promedio son 2500 zlotys y una jubilación mínima, alrededor de 960. Un auto sale 40 mil.

Es una patria católica por excelencia. El papa Juan Pablo II y el logo del viejo sindicato Solidaridad, de Lech Walessa, de inspiración social-cristiana, pueblan los imanes que se ofrecen a los turistas en los locales de chucherías. Los polacos ubican su fecha moderna de independencia en 1989. Para ellos, desde la Segunda Guerra nunca habían sido libres: primero estuvieron bajo dominio nazi y, luego, soviético. A pesar de que las tropas del Ejército Rojo los liberaron del yugo hitlerista, no tienen buenos recuerdos de la era comunista. Hay razones históricas, culturales, religiosas y masacres que explican el rechazo. Y aunque José Stalin levantó de los escombros, ladrillo por ladrillo, respetando su estilo original, toda la ciudad vieja de Varsovia, que los alemanes arrasaron con sus bombardeos, y construyó además el Palacio de la Cultura y la Ciencia, que se levanta imponente en el centro de la ciudad como una joya arquitectónica, la sensación es que los polacos detestan y van a detestar a los rusos por siempre.

En la Varsovia ciudad conviven un centro moderno, con esos edificios vidriados e impersonales de la globalización, y tranvías de la década del '50. No hay, prácticamente, carteles publicitarios. La gente es muy amable, aunque su idioma sea incomprensible. Casi nadie habla inglés. Comprar un champú, una maquinita de afeitar o un vodka deriva en el universal lenguaje por señas, sin importar que los restos del oftalmólogo Lázaro Zamenhof, padre del Esperanto, descansen en el cementerio central.

Los vestigios del ghetto están conservados a medias, casi escondidos, señalizados de modo accidentado. En gran medida, los hitos evocativos son herencia soviética. Nada de esto impide, por supuesto, que al caminar sus calles la historia abrace y no suelte. Allí vivieron encerrados 400 mil judíos, que llegaron a comer madera, papel y cuero de zapatos, alimentándose con 180 calorías diarias, bajo la opresión de las SS. La mayoría de ellos fue asesinado en Treblinka, un campo del que hoy no queda nada. Las deportaciones se hacían todos los días. La gente era arriada por las calles hasta las terminales ferroviarias. Familias enteras subían a los vagones atestados, sin ventanillas, y muchos morían en el trayecto por debilidad física y hacinamiento. Otros, en los hornos.

El símbolo de la resistencia fue el Levantamiento del Ghetto de Varsovia, en 1943, dirigido por la Organización Judía de Combate, que era liderada por Mordechai Anilewicz, cuyo cuartel general estaba bajo tierra.

Fue una lucha de guerrillas obstinada, que duró cuatro meses. Finalmente, las SS doblegaron a los rebeldes. Dicen que Anilewicz, antes de caer en manos nazis, se tomó una pastilla de cianuro. Otros comentan que se pegó un tiro. Su cuerpo, como el de tantos, nunca apareció.

El Estado polaco recibe hoy de Alemania un subsidio por los crímenes de lesa humanidad. Las empresas alemanas, beneficiadas por la esclavitud impuesta por los nazis, financian un fondo permanente de ayuda a las víctimas y sus familiares sobrevivientes. Así pretenden lavar su conciencia.

Cuando se visita el Museo de Oskar Schindler, el relato sobre la excepcional matanza se mezcla con las desventuras históricas polacas vividas a manos de Alemania. La película de Steven Spielberg (La lista de Schindler) refleja no sólo la vida del empresario alemán que protegía a sus obreros judíos: en los hechos, impulsó a muchos de los sobrevivientes a contarles por primera vez a sus familias lo que habían padecido en los campos. Parte de la secuela, que perduró décadas, fue ese silencio perturbador. El film les devolvió el habla.

Seis millones de polacos, de los cuales 3 millones eran judíos polacos, fueron asesinados por los nazis. Hoy, prácticamente, la colectividad no existe: se calcula que quedan entre 4000 y 7000 judíos en la Polonia actual. Sin un guía o sin la lectura previa de estos acontecimientos, es casi imposible conocer lo ocurrido caminando libre por Varsovia. Hay memoria, pero no sobra absolutamente nada.

Es cierto, sin embargo, que las políticas de desnazificación de la sociedad cumplieron un papel importante. Salvo a grupos marginales, a nadie hoy se le ocurriría reivindicar a Hitler, justificar sus crímenes o intentar comprender benévolamente siquiera al nazismo, tanto en Polonia como en Alemania.

No existen discursos públicos que defiendan sus atrocidades o impugnen lo resuelto en Nuremberg. Me permito una digresión, a partir de este dato: no hay un diario en Polonia que, como aquí hace La Nación con Videla y el terrorismo de Estado, postule desde sus editoriales la defensa de los victimarios bajo la excusa de una supuesta "venganza" o "revanchismo" de las víctimas.

No existen reinterpretaciones justificatorias del horror y el exterminio. Es inimaginable que, como aquí sucede con La Nación, un diario de tirada masiva, segundo en ventas, la búsqueda de justicia sea calificada de "persecución judicial", el "terrorismo de Estado" de "excesos de represión ilegal" o se llame "cárcel" a la ESMA. A propósito, ¿no habrá que "desvidelizar" el discurso público en nuestro país, así como se "desnazificó" en Polonia?

Después de Auschwitz, cuando creíamos que había antídotos suficientes al horror, vino la ESMA. Todo tan lejos y tan cerca. Tan distinto y tan parecido a la vez. Por eso las políticas universales de Memoria, Verdad y Justicia son imprescindibles.

Las víctimas de todos los genocidios nos exigen que no bajemos la guardia.

Nunca más.

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