Legado

Legado

lunes, 10 de diciembre de 2012

Información y opinión, mercenarios y militantes - Por Tomás Abraham




Hay una crisis del periodismo. No sólo se trata de que la profesión cambia por las transformaciones tecnológicas sino de un desconcierto respecto de su función. Los periódicos en papel ven menguados sus lectores. La gratuidad de algunos de ellos no compensa las pérdidas económicas del sector. Es sabido que las empresas periodísticas pasan a ser parte de sociedades accionarias que agrupan rubros de actividad que nada tienen que ver entre sí. Pertenecen como un negocio más a multinacionales globalizadas. Por otra parte, los grupos de poder con ambiciones de liderazgo compran medios de comunicación con el objetivo de pesar en la opinión pública y convertirse en un factor de presión.

Las escuelas de periodismo enseñan la “cocina” de la tarea profesional que consiste en operaciones de taller para las que importa más ser testigo y hasta protagonista de las primicias que especialista en algún rubro del interés público por el estado de las cosas.

La sociedad del espectáculo se apropia de la actividad y produce tantas estrellas de la información como la que genera la industria del entretenimiento. Dentro de esta nueva configuración mediática, una de las novedades respecto de la imagen del periodismo en nuestro país es que de su función pastoral de los noventa – ser representante de la gente respecto del poder a la manera de los profetas del Antiguo Testamento que denunciaban el mal terrenal en nombre de Dios – hoy en día se la concibe como un engranaje funcional al mundo del dinero por lo que se considera a su portavoz como un vicario. El periodista de pastor que oficiaba su misión en nombre de la verdad, se ha convertido por el cambio de valores en nuestra cultura en un profesional que miente al servicio de las corporaciones.

El mundo laboral ha quedado dividido de acuerdo a un sentimiento generalizado entre mercenarios y militantes.

Uno de los síntomas de esta crisis es el debate que se ha generado sobre cuál es la misión del periodista de acuerdo a una bisectriz que divide el informar del opinar. Los mismos periodistas y expertos en comunicación insisten en que el “deber” del profesional es informar y separan tajantemente este acto de la expresión de una opinión.

Daré las razones de mi discrepancia con este punto de vista.
No existe una entidad universal con el nombre de información. No hay información a secas. Es cierto que es irrisorio dudar de que la realidad existe. Hay cosas que suceden. Pero desde el momento en que se las nombran no basta una nomenclatura.

Los hechos no llevan una etiqueta en su espalda. Informar es una actividad que no anula la subjetividad del informante, carece de un método cuyos pasos están previamente diagramados, y es una construcción que se compone con piezas diversas. Su modo de enunciación puede ser polifónico o monológico. El recorte que se hace de la realidad es sesgado o ampliado. Se puede presentar como un conjunto de dilemas con sus dificultades específicas, o como el resultado de una matriz ideológica que repite su molde cualquiera que sea el acontecimiento considerado. La información puede ser contrastada o dogmática, es decir, puesta en tensión con otras informaciones, o presentarse como calco de una supuesta realidad. La elaboración de un marco analítico busca ordenar la multiplicidad de un conjunto inacabado, o, por un camino divergente, adopta el esquema binario moralizador. La información puede ser problemática con el fin de mostrar las dificultades del análisis, o constituirse en un mero soporte de una posición tomada. Por lo que la información es – extremando los atributos – cruda, en el sentido de sin clausura, o, por el contrario, precocida: dispuesta sólo para calentar los ánimos e inmunizar las mentes.

Por eso no podemos hablar de información como si ésta fuera un cúmulo de datos. La supuesta descripción pura y neutra de una situación compleja no dice nada. No sería más que una taxonomía que poco se distinguiría de un rompecabezas.

Un texto periodístico no se diferencia de un texto histórico (análisis de la actualidad del pasado), y la controversia respecto de su validez cognitiva es similar en ambos casos. La distinción entre hechos y valores común al análisis de los fundadores de la sociología, Émile Durkheim y Max Weber, o la que es habitual en la hermenéutica entre los criterios de verdad y el arte de la interpretación, en ambos casos, constituyen callejones sin salida, o, a lo sumo, no más que excitantes discursivos.
Por otra parte, una opinión es hueca si no trasmite alguna información. El “parecer” de quien sea, sólo puede interesar al público si quien lo emite es una personalidad o una autoridad de prestigio. Como consecuencia, la calidad del punto de vista emitido queda convertido en una cuestión de investidura.

Una muestra de esto último se comprueba en la frecuencia con las que aparecen las firmas de “notables” en las columnas de opinión.

De todos modos, desde el momento en que la televisión trasmite la noticia de la emergencia de un acontecimiento en el instante mismo de su aparición, el lector no va a buscar en un texto matinal el titular y la entrega literal de lo sucedido. Quiere interpretación. Por eso en la expresión gráfica de la información se busca el punto de vista de un columnista ya que la presencia del suceso se repite hasta el hartazgo en lo audivisual y se completa con imágenes a lo largo de la jornada.

Por eso, en el texto periodístico tiene poco sentido trasmitir un hecho como lo hace una agencia de noticias de los tiempos del teletipo.

En lugar de la falsa alternativa establecida por especialistas en comunicación entre opinión e información, es conveniente reemplazarla por una categoría más simple y precisa: análisis. Un buen análisis depende del estilo de la escritura – todo texto sea cual fuere su género, es una experiencia literaria -, de la diversidad de sus fuentes de información, de la documentación aportada, de las correlaciones derivadas de sus argumentos, de la riqueza de la contextualización, de la explicitación de los antecedentes, del alcance polémico de lo enunciado, y de la honestidad intelectual del autor. Esto último es un aspecto nuclear ya que se relaciona con el sentido crítico y su ruptura con las posturas apologéticas.

La diferencia entre creencia y pensamiento, como la afirmación de que el sentido crítico es reflexivo, porque incluye la autocrítica en caso de que ésta fuera necesaria para revisar anteriores afirmaciones, permiten que el análisis se configure como una función de conocimiento en nada absoluto y en todo conjetural.
No se trata de ser neutral ni de eclecticismo, por el contrario, todo pensar es valorativo, en el sentido de asertórico y contingente. La transitoriedad y la evidencia de los procesos de transformación de las cosas, no impiden que tomemos posición frente a los acontecimientos.

Sin embargo, si se concibe la labor periodística de acuerdo a una versión puritana por la que sólo priman intereses o egoísmos maliciosamente distribuidos, o como parte de un dispositivo de guerra en cualquiera de sus manifestaciones, ya sea la lucha de clases, la resistencia al Imperio, la liberación de los pueblos, en nombre de valores intocables o sacros, o como un arma contra un eje del mal, entonces la práctica periodística se ejerce al servicio del algún Príncipe, de la legitimación de un poder y en una forma de sometimiento y engaño. Es decir, en una práctica del cinismo político.

No hay contradicción entre puritanismo y cinismo, como no la hay entre militancia por una causa y estafa ideológica. Los entramados institucionales de los Ministerios de la Propaganda y las secretarías de Cultura, tienen larga data. Si se dice que todos respondemos a intereses privados, o al servicio de una causa, cualquiera que ésta sea, y que toda acción es lícita en su nombre, no hacemos más que trasmitir la idea del pecado de conciencia del que nadie se salva. Se sostiene a partir de este relativismo moral que nada es verdad, que sólo la parcialidad existe, y que la redención sobreviene por el abrazo a una figura débil, a una víctima, a un desamparado.

Este tipo de militancia que se erige en portavoz de los humildes, cuando no de la patria avasallada, auna en una sola creencia relativismo y sentimientos de piedad. Por eso el cinismo que resulta de esta doble vertiente moralizadora, se practica sin pudor y con buena conciencia, porque dice mentir en nombre de la víctima; de lo que se considera como víctima de acuerdo a los criterios de su salvador.

El periodismo más practicado en nuestro medio no es el del análisis, sino el de la controversia entre sectores de opinión profesionalizada. Cada día, como cada semana, un grupo responde al otro como litigantes sin fin. La captura del significado de lo que sucede oficia de debate de ideas, cuando poco ofrece de las mismas. Lo importante parece ser elevar la voz para no ser silenciado por el otro bando. Lo que se juega, entonces, no es la información ni la opinión, ni el candoroso descubrimiento de que toda palabra es palabra política, sino un rumiar constante de un “leimotif” que con pequeños arreglos orquestales pretende ocupar el centro de la escena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario