Legado

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viernes, 14 de septiembre de 2012

EL KIRCHNERISMO COMO DOGMA DE FE

Tenue sombra primero, raya más tarde, ranura, surco, zanja, foso. Lo que no era más que una suave línea divisoria se convirtió, durante los últimos años, en una frontera crecientemente insalvable. Los pronombres se volvieron adjetivos: "nosotros" y "ellos" pasaron a designar a los "buenos" y los "malos", los "decentes" y los "indecentes", los "justos" y los "réprobos". La frontera atraviesa los lazos de familia, la memoria de la amistad, las relaciones profesionales, las mesas de café, la calle misma. Los años kirchneristas se han convertido en los años de la gran separación: ellos y nosotros.

Si uno se atiene a lo que el kirchnerismo dice de sí mismo, resulta difícil comprender con qué palas se cavó ese foso. Quienes hablan por el oficialismo lo describen como un movimiento que ha recuperado la política, profundizado la soberanía, implicado a la juventud en la acción colectiva con fines altruistas, mejorado la distribución del ingreso, combatido la pobreza extrema y la desigualdad, enriquecido la matriz productiva de la economía y la calidad de los puestos de trabajo, y sancionado -¡por fin!- a los torturadores. Los kirchneristas no comprenden que no resulten claros para todos los grandes logros de su gobierno, los innegables avances realizados a pesar de "los errores" y de "lo que falta". Tan obvios les resultan a los oficialistas estos méritos, que quienes los niegan sólo pueden hacerlo por mala fe, por mezquindad o por subordinación a espurios intereses innombrables y poderes oscuros.

Los otros, quienes observan con mirada crítica, no encuentran nada verdadero en un gobierno que falsea la realidad del mismo modo en que falsea las estadísticas. Tampoco ven un cambio sustantivo en las condiciones de vida de los sectores más débiles. Ni en los índices de pobreza, ni en los servicios de salud, ni en la calidad de la educación, ni en el modo en el que se trasladan a sus sitios de trabajo, ni en el acceso a la justicia.

Y para colmo, observan un proceso de creciente concentración de riqueza y de poder, de limitación de las libertades y de corrupción e ineficiencia, a costa del consumo de activos públicos y privados con los que se financian políticas clientelares y se transfieren patrimonios a las camarillas cómplices.

Cada uno asume que el otro es víctima de un sesgo cognitivo que sólo le permite ver de la realidad aquello que lo confirma en sus puntos de vista, ignorando las numerosas evidencias que podrían desmentirlos. Tan encontradas son las visiones de la realidad y tan imposible se ha vuelto la conversación que lo que comenzó como una discusión de ideas se convirtió en la descalificación de las personas. Pero los críticos del Gobierno no están mayoritariamente en contra de la Asignación Universal por Hijo ni en contra del matrimonio igualitario ni en contra de la prosecución de los juicios a los torturadores. De hecho, ninguna de esas medidas -como muchas otras- fue pensada por el kirchnerismo. ¿Por qué, entonces, la crítica provoca el escarnio público, el agravio, la injuria y, en ocasiones, hasta la violencia física?

Porque los kirchneristas no se aglutinan en torno de las ideas que su gobierno enuncia. Se aglutinan en torno de creencias. Por ello la crítica no pone en cuestión las ideas ni los procedimientos, sino la fe. El kirchnerismo no es un movimiento político: es un movimiento radicalmente antipolítico, cuya principal fuerza es haber hecho renacer el sentimiento de una causa. Sus seguidores no están allí por la ideología, sino porque han vuelto a encontrar un motivo por el cual luchar. El tema es la causa, que muchos de los militantes de los setenta, viejos y derrotados, no se resignaron a enterrar, y que los jóvenes surgidos de la crisis de principios de siglo necesitaban para reconvertir tanta frustración en deseo de futuro. Ese tema es el único fundamento de una fuerza que propició que el ideal romántico de compromiso volviera a alentar en aquellos que ya lo creían extinguido. Acodados en un desvencijado muelle, quienes miraban fluir las aguas de un pasado ideal con ojos melancólicos sucumbieron a la promesa del líder que les hizo creer que timoneaba el gran barco de la Historia y que ésta era la última ocasión en que podrían abordarlo.

Hay un instante emblemático de esa promesa: el momento en el que alguien, para reescribir su propia biografía, ordena que se retire el retrato del Gran Dictador. Fue ésa una orden sin riesgo, que condensa la muerte de la política; a partir de ese momento la política es reemplazada por el rito, y desde entonces lo dicho -y el modo de decirlo- es mucho más importante que lo hecho -y que el modo de hacerlo-: el juego de las imágenes se torna más real que la dureza de la realidad. Desde entonces, la mezcla literalmente letal de descuido por la vida humana, negación de los problemas, desorganización e incapacidad en la gestión del Estado, se expande con normalidad. Ya no importan los muertos en los trenes, como no importará el dolor de sus deudos. Sólo importa cuidar del gran vacío designado como "modelo", "proyecto" y "proceso de transformación": puertas giratorias de una cantina de pueblo por las que entran y salen, sin solución de continuidad, valores y conceptos, aliados y enemigos, principios y negocios. Hombres de fe, creyentes, nostálgicos del Edén, los kirchneristas se cuentan una historia y recurren a la liturgia, al culto y a la iconografía para volver el mundo legible y seguro. Para que la necesidad de creer se convierta en creencia es necesario construir un relato, que es antes teológico que político: la unidad religiosa entre Dios, el hombre y el mundo se metamorfosea en la unidad entre el Estado, el gobierno y el pueblo, que forman así un nexo indisoluble. Un nexo que se funda, como observa Mark Lilla, en la renacida idolatría de la tierra y la sangre, en la histérica obsesión por el pueblo, en la glorificación de la violencia revolucionaria, en el culto de la personalidad. Un nexo que explica el radicalismo ferozmente antipolítico de un movimiento mesiánico que carece de programa, puesto que el objeto de su gesta no consiste en ocuparse de las condiciones de vida material de la sociedad sino del Destino del Pueblo, y que hace del kirchnerismo un fenómeno reaccionario para el cual el futuro se piensa con las categorías del pasado: como un tiempo de redención que marcará el fin de la época oscura nacida con el surgimiento de la democracia liberal, y, peor aún, de las ideas republicanas. De allí la aspiración a una nueva Edad Dorada en la cual el individuo será por fin sustituido por el grupo y la sociedad por el Estado, en el marco de un excepcionalismo argentino que debe ser protegido de la historia por medio del aislamiento y la autopurificación.

Como en toda teología, la promesa fundada en la fe es más importante que la evidencia. Si la vida política gira en torno de la disputa por la autoridad, la vida del movimiento lo hace en torno de la comprensión de los propósitos del líder. Interpretar sus gestos -no sólo sus palabras-, sus estados de ánimo, sus fatigas y sus entusiasmos es el modo de obtener argumentos para dar validez a sus actos, sin interrogar de ningún modo sus intenciones. Al líder, enseñan, no se le habla: se lo escucha.

Que un sistema de creencias religiosas se convierta en una doctrina de la vida política no es nuevo en la historia de Occidente. Que los kirchneristas actúen movidos por la fe no debería, por tanto, sorprendernos. De hecho, una parte de la historia argentina del siglo XX ha estado dominada por movimientos mesiánicos. Con algunos de ellos el kirchnerismo comparte un rasgo que entristece un panorama triste: si los kirchneristas actúan movidos por la fe, sus dirigentes están guiados por el interés. Por el interés más elemental y más terrible: el del poder y el de la riqueza. Si de por sí nos parece incomprensible que las ideas teológicas todavía inflamen las mentes de los hombres provocando pasiones mesiánicas, que esos hombres de fe sean conducidos por los cínicos no provocará otra cosa que ruinas.

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