Legado

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jueves, 20 de septiembre de 2012

El contrapoder sale a la calle - NATALIO BOTANA

La calle sigue dictando letra al discurso político. Luego de la multitudinaria manifestación de hace una semana, los análisis en los medios de comunicación no se cansaron de machacar sobre dos temas. Primero, la movilización de la clase media; segundo, la carencia de vínculos representativos de esa parte de la ciudadanía con el sistema de partidos.

En todo caso, observación preliminar, se trató de una movilización de corte negativo. Esa muchedumbre ocasional, convocada de manera espontánea por las redes sociales, levantó su voz para decirle no al poder del oficialismo: no a la prepotencia; no a los intentos reeleccionistas mediante una reforma de la Constitución; no, sin cerrar la lista, a la voluntad hegemónica de imponer una visión única sobre el pasado y el presente del país.

La negación tiene en la teoría y en la práctica política un extenso linaje. Fue el motor de la dialéctica que culminó en el ambicioso relato de Marx y, en relación con experiencias más recientes, abrió paso a procesos exitosos de transición a la democracia. En su libro La reconquista. Proceso de la restauración democrática en Uruguay,1980-1990, Julio María Sanguinetti, a través de una fascinante narración que enhebra la memoria personal con la reconstrucción histórica, hace de nuevo presente el momento en que los uruguayos dijeron que no a la ambición de la dictadura militar de perpetuarse en el poder. Fue un acto silencioso, en un referéndum convocado en 1980 para marcar la aprobación o el rechazo a ese designio. El cuerpo electoral votó, dijo que no y se fue a su casa ("Un no histórico", según el autor). Allí comenzó el derrumbe de la dictadura y despuntaron las negociaciones con los partidos para recuperar la democracia (al cabo de esa transición, Sanguinetti ascendió por vez primera a la presidencia de la República en 1985).

El ejemplo uruguayo nos muestra una convergencia entre ciudadanía y partidos políticos; el ejemplo argentino nos instruye, en cambio, acerca de una disociación que, a lo largo de una década, ha dejado el saldo de una fuerte identificación -mayoritaria en 2011- de una parte del electorado con el proyecto de una hegemonía política, hoy encarnado por la Presidenta. El resto sigue, al contrario, un camino más sinuoso que desemboca en varios liderazgos en competencia sin que ninguno logre, por ahora, sobresalir. Ésta es la marca más ostensible de un régimen desbalanceado sobre el flanco político.

En rigor, los platillos de la balanza están ubicados en el flanco social de nuestra turbulenta coexistencia pública. Con mayor o menor intensidad, vivimos bajo el poder de la calle. Un fenómeno que, para ser más precisos, se manifiesta al modo de un contrapoder social. Como hemos subrayado, el tema del día, luego de las marchas del jueves 13, es el de "la clase media" (dicho esto en singular y en plural). Este término evoca uno de esos "grandes conjuntos", como los llamó Isaiah Berlin, que con el ánimo de abarcar todo terminan al cabo explicando muy poco.

Tal vez, si vemos las cosas con una perspectiva complementaria, los contrapoderes sociales podrían describir una realidad móvil y multifacética. Los protagonistas del poder de la calle, cuya expresión no sufre ningún impedimento por parte del Gobierno, se plantaron en la ocasión y van adquiriendo el perfil de un oponente que avanza y se desarrolla tanto desde los sectores de ingresos altos y medios como desde aquellos que arraigan en la tradición sindical de la Argentina.

Siempre el sindicalismo en el país, aun cuando alimentase en grado superlativo el caudal del justicialismo, actuó como un contrapoder social. En la actualidad, mientras una fracción busca encolumnarse con el Gobierno, discutiendo internamente los márgenes de su propia independencia, otra orientación, mucho más combativa, encabezada por Hugo Moyano, cuestiona las políticas y el estilo monárquico del Poder Ejecutivo nacional; a esta tesitura no sería ajena el ala disidente de la CTA, una tendencia que reivindica la libertad sindical y no está adscripta a ninguno de los dos brazos de la CGT (la aparentemente oficial y la combativa).

De acuerdo con el juicio de funcionarios y analistas adictos, el Gobierno descalificó la movilización del día trece mediante el argumento de que son opositores ya descontados en votaciones anteriores. De paso, siguiendo la línea de reflexión que buscó imponer en el conflicto con el campo en 2008, la propaganda que todos pagamos estigmatizó las marchas adjudicándoles su pertenencia a las categorías de altos ingresos. Algo así como si éstos fueran el antipueblo en contraste con el pueblo auténtico que se fusiona en la figura carismática de la Presidenta. En suma, un contrapoder insignificante. ¿Pero que ocurrirá si desde un punto simétrico del paisaje social otro contrapoder se pone en marcha y actúa en consecuencia?

En rigor, este oficialismo proclive al lenguaje belicista podría encontrarse entre dos frentes contestatarios: uno, más espontáneo; el otro, provisto de la capacidad de movilización de las organizaciones sindicales que lo apoyan. No habría entonces una lucha entre "negros" mal vestidos contra "blancos" elegantes - si atendemos a esas consignas de guerra teñidas de tintes racistas de la retórica oficial- sino un despliegue agonal más amplio.

Este triángulo del conflicto no augura tiempos apacibles y, para colmo, desde donde se lo mire, configura un escenario poco propicio para el perfeccionamiento de la democracia representativa. En esta democracia, la de todos los días, vale más por ahora la acción hegemónica del Gobierno, contrarrestada por un comportamiento en forma de pinzas de los contrapoderes sociales.

Lo difícil en este panorama oscuro, cruzado por pasiones excluyentes, es encontrar el rumbo de reconstrucción de una democracia que se asienta sobre un suelo mínimo de convivencia. Esta plataforma no debería ser otra que la defensa a rajatabla de la Constitución vigente y de las libertades que ella garantiza. El acuerdo para los comicios del año próximo se condensa en este proyecto exigente porque, desde hace una semana, los legisladores que, en su fuero íntimo, estarían inclinados a lucrar con el oficialismo para formar los dos tercios del total de los miembros de cada una de las cámaras, deberían registrar el papel de un contrapoder social que los vigila y, llegado el caso, les demandará cuentas por su transformismo.

Vale la pena destacar que una cosa es un régimen representativo que, al modo de un cuerpo distante de la sociedad, obra por conveniencia y lucro, y otra, muy diferente, es ese mismo cuerpo en un contexto de protestas, movilizaciones y demandas populares. El rechazo a la reforma constitucional adquiere pues el perfil de una cuestión adoptada por la opinión pública, del mismo modo en que el rechazo a la inseguridad y la inflación reflejan sentimientos semejantes.

Nuestro país explora por tanto una política de la negación que se orienta hacia un horizonte de apertura. Habrá que hacerla mientras en el oficialismo sigue latiendo la pasión del escarmiento a quienes piensan u obran de manera diferente. Esta apertura sería doblemente beneficiosa si lograse impedir la reforma constitucional: beneficiaría desde luego a los partidos de oposición e inyectaría en el justicialismo un espíritu llano y horizontal, lejos del verticalismo monárquico y más cercano a una sociedad que sigue en movimiento.

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