Legado

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jueves, 19 de julio de 2012

LAS DOS CARAS DEL FEDERALISMO - NATALIO BOTANA

Recorrase por un momento la geografía de nuestro país, en la que pretende regir una república federal. Mientras en un punto del territorio, el más poblado de la Argentina, ha estallado un proceso de sometimiento del gobernador de la provincia de Buenos Aires al Poder Ejecutivo nacional, en otros lugares recostados sobre la cordillera los gobernadores hacen y deshacen para no acatar, de ser posible, lo que manda la Corte Suprema de Justicia de la Nación con respecto a la ley nacional de glaciares.

El mapa de nuestros conflictos nos muestra dos situaciones aparentemente disímiles con hondas raíces en el pasado. La provincia de Buenos Aires -un gigante electoral maniatado en términos fiscales- atraviesa, una vez más, una crisis de solvencia. Sin la asistencia del gobierno nacional para la ejecución presupuestaria o para obtener crédito, la provincia puede descalabrarse presa de severos conflictos sociales. Con ello podría avanzar el deterioro tanto del gobernador que sufre esos embates como del gobierno nacional que los provoca.

A medida que este juego con miras a un posible proyecto reeleccionista alcance más intensidad, se pondrá de relieve que lo que se busca es controlar la confección de la lista de candidatos a diputados bonaerenses del Frente para la Victoria prevista para las elecciones legislativas del año entrante.

Sin una victoria importante en la provincia de Buenos Aires de un grupo bien nutrido de candidatos adictos al palacio presidencial, se hará difícil contar con un conjunto de legisladores disciplinados capaces de reunir los dos tercios del total de los miembros de cada una de las cámaras. Esta cifra es indispensable para declarar la necesidad de la reforma de la Constitución. Imaginaciones del poder: una cosecha de alrededor del 40% de los sufragios (recordemos que hace cuatro años habían llegado al 30%) los colocaría cercanos a ese umbral soñado, y nunca faltan, para que tal empeño fructifique, aliados ocasionales, por las buenas y las malas razones.

Si las condiciones económicas mejoran, entonces sería factible entronizar, de una vez por todas, el encuadre constitucional que requiere la hegemonía del poder presidencial. No es la primera ocasión -y temo que no sea la última- en que estas cuestiones se dirimen entre nosotros. Tras el ropaje de varias justificaciones, que van desde el parlamentarismo hasta llegar a las variantes "emancipadoras" de Venezuela, Ecuador o Bolivia, siempre sigue latiendo, como una viviente tradición caudillista, el designio bolivariano de la presidencia perpetua.

Es obvio que, para llegar a tal fin, es preciso contar con otros resortes electorales que refuercen en el Congreso el peso de los legisladores bonaerenses. Es urgente, por tanto, disponer a lo largo y a lo ancho del régimen federal de una reserva de provincias de apoyo al poder presidencial que concurran a formar la mayoría calificada que la Constitución exige para su reforma.

En otras palabras: es vital robustecer la coalición histórica que el peronismo supo forjar en otras oportunidades entre la provincia dominante de Buenos Aires y un contingente de pequeñas provincias sobrerrepresentadas y reeleccionistas, En ellas, el justicialismo hace las veces de un partido hegemónico a escala local (no en todas, por cierto, donde ya hubo hegemonías de otro signo).

Muchas de esas provincias gozan hoy de un flujo de regalías -estas últimas, consagradas por la reforma constitucional de 1994- que emana de la explotación minera a cielo abierto. Provincias que antaño vegetaban en el subdesarrollo y la reproducción del empleo público buscan transformarse en emporios mineros sin atender a las graves consecuencias ecológicas que acarrea el tipo de explotación adoptado.

Frente al peligro de daños ambientales irreparables, el Congreso ha reaccionado mediante la aprobación -lo hizo por partida doble- de una ley de protección de glaciares. Por su parte, las provincias mineras promulgaron sus propias leyes en la materia y, en el medio de este conflicto federal, la Corte les ha exigido el cumplimiento de dicha ley nacional. Cualquier observador inocente podría llegar a la conclusión de que el conflicto está saldado. Craso error de apreciación. Porque este juicio formal no atiende al hecho de que, entre nosotros, el único poder que extrae la obediencia necesaria para satisfacer el objetivo de acumular potencia política contra hipotéticos enemigos es el Ejecutivo nacional.

Los motivos de esta obediencia se reducen, por lo general, a la aplicación de un sistema de premios y castigos que es independiente, en el orden federal, de la coparticipación directa y automática de impuestos, sin duda, de más en más disminuida. Así funciona ese unitarismo fiscal de facto que nos ha legado un federalismo de fachada de provincias mendicantes.

Cuando, de acuerdo con lo prescripto por la Constitución, la Corte reclama para sí ese poder de ejecución, los mecanismos fallan. En Santa Cruz, las órdenes no se cumplieron. En San Juan y La Rioja, merced a la protección del Ejecutivo, se mira para otro lado mientras las empresas prosiguen con su trabajo (sólo las movilizaciones de la ciudadanía se lo impiden en algunas circunstancias).

Estos cortocircuitos entre poderes nacionales y poderes provinciales podrían repararse si el Poder Ejecutivo nacional respaldara con su fuerza legítima los mandatos del Poder Judicial. Al no hacerlo, viene a la memoria una reflexión de Hamilton durante las primeras discusiones, hacia finales del siglo XVIII, en torno a la legitimidad de una república federal. Decía aquel legislador que un Poder Judicial sin el concurso de la fuerza del Poder Ejecutivo no era más que un poder virtual o, como años después escribiría Alberdi con respecto a las constituciones hispanoamericanas del XIX, un mero poder caligráfico, espléndido por su letra, escuálido por su vigencia.

Podrá advertirse que estamos ante el desafío de estipular quien manda en la Argentina. No hay, en efecto, relación de poder posible si el mando legal no se actualiza por la obediencia. A mayor obediencia derivada del consentimiento pacífico hacia las leyes e instituciones, menor probabilidad de que aquélla derive de la pura coacción o, en la peor de las circunstancias ahora a la orden del día, de que se disuelva en la anomia y en la violencia.

En el plano federal, esa obediencia no sólo alude a individuos sino a los sujetos colectivos encuadrados en el concepto histórico constitucional de provincias. ¿A quién, pues, deberían obedecer las provincias? ¿A la Corte en determinados casos, según lo establece la Constitución, o a los dictados y la protección del Ejecutivo, productos ambos de la praxis hegemónica de los gobernantes?

Asunto acaso decisivo. Si la política minera de las provincias involucradas no se modifica, quedará en claro que, en la medida en que está involucrado el interés del Ejecutivo, el resto de los poderes de la Constitución no tienen la misma estatura.

Las dos caras del federalismo nos miran pues al mismo tiempo: un rostro, duro y enérgico, que busca disciplinar a la provincia de Buenos Aires; el otro, más benigno al no percibir enemigos, que otorga protección a las provincias aliadas y deja hacer. Las dos, sin embargo, son parte de un mismo tronco, de la columna vertebral del Ejecutivo que sostiene nuestro maltrecho andamiaje institucional.

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