Legado

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viernes, 2 de septiembre de 2011

Pensar sin miedo, por Tomás Abraham


Murió Jorge Semprún hace ya un par de meses. Debe existir algún malentendido por no haberme detenido en este hecho mayúsculo. Puedo adolecer de una falla por ser un lector distraído, poco atento, sesgado, a pesar de mi voluntad de querer abarcar todo lo que me interesa. También es posible que no le hayan dado la merecida relevancia en los espacios en los que una noticia como la mencionada debería haber sido resaltada. En todo caso, por el suplemento Babelia del diario madrileño El País, del sábado de la semana pasada, me entero de esta muerte por un artículo de Fernando Savater. La nota del filósofo español estaba dedicada a George Orwell, con una frase debajo del título, que dice: “en memoria de Jorge Semprún”. Quisiera dedicar unas pocas reflexiones a la nota de Savater y a Jorge Semprún. Una vez leído el mínimo obituario al escritor franco-español y ex ministro de Cultura del gobierno de Felipe González, busqué en la Web la confirmación y los detalles de su fallecimiento. Y recordé lo que nunca voy a olvidar. En octubre de 1966, a mis diecinueve años me embarqué a París enfermo de una infantil rubiola y con un solo libro en la mano: El largo viaje, de Jorge Semprún. Era el libro que estaba leyendo en ese momento, y sólo décadas más tarde se me ocurrió asociar el título de la obra con mi propio viaje que iba a ser mucho más largo que lo previsto. Fue un largo viaje, el mío, por los años en los que residí como estudiante en la universidad francesa, y porque el libro de Semprún fue mi primera compañía en la nueva y desconocida ciudad. Lo leí en castellano, ya que mi conocimiento del francés era casi nulo, y lo dejaba en el cuarto del hotel sólo para ir a la hoy desaparecida librería española de la rue de Seine. El relato de Semprún describe lo que vivió en el campo de exterminio de Büchenwald al que los nazis lo llevaron por ser un comunista español. No hace mucho tiempo leí La escritura y la vida, otro libro de Semprún. Lo cotejaba con los escritos de Primo Levi, que con su Si esto es un hombre, ha escrito uno de los libros de mayor relevancia para comprender el lado oscuro de la modernidad, su faz mortuoria.

Muchos conocen la extraordinaria vida de Semprún. La apreciaron por sus libros, las películas filmadas por Costa Gravas basadas en sus guiones, por su militancia política y su gestión cultural. Pero ahora quisiera referirme al texto de Savater. Hace ya tiempo que leer a Savater nos hace sentir mejor acompañados. Sus palabras nos reconfortan, no en el desierto, sino en el campo minado en el que habitualmente nos movemos gracias al fanatismo político y cultural dominante. Uno de los mayores peligros que pueden acaecerle a un intelectual es que sus ideas políticas triunfen y se vean reflejadas en un poder gobernante. Se convierte con frecuencia en un propagandista, en un comisario cultural, bastante seguido, y, si arremete con entusiasmo, en un vigía que señala a los disidentes y los cerca cuando puede con la calumnia. Esta palabra “calumnia” es la que Savater cita a propósito de unas reflexiones de Orwell en la lucha del socialista inglés contra stalinistas y nazis. El peligro de ser oficialista no se reduce a convertirse en heraldo de un gobierno. Se puede ser apologista de las más diversas causas. También apologista de un poder opositor. Cita Savater al escritor inglés: “Orwell eligió lo más difícil: no escribió para su clientela y contra los adversarios, sino contra las certidumbres indebidas de su propia clientela”. Esta idea fina como harina de trigo, tamizada por filtros de malla bien estrecha, es la que por mi parte resaltaba en este mismo espacio en una nota dedicada al ensayista angloamericano Tony Judt, cuando exponía su idea de “pensamiento tangencial”. Hay que ser muy inglés, o un vasco elegante como Savater, para escribir “costumbres indebidas”.

El escritor orgánico está demasiado ocupado en buscar enemigos y desenmascarar a saboteadores de toda estirpe como para llamar la atención de los desajustes de su “propia clientela” fuera del vestuario. Que las cosas queden adentro para que los de afuera no se aprovechen de falencias propias es una de las reglas de las sectas y de las burocracias de poderes totalitarios. Savater dice que para Orwell el principio básico de un escritor político es no mentir. Lo llama “el peligro de la insinceridad”. Luego habla de pensar sin miedo. Me detengo un momento en esta frase. Pensar con miedo es mentirse a sí mismo. La costumbre de mentirnos a nosotros mismos tiene como consecuencia que en un momento dado pegamos la vuelta y caemos del otro lado con el correspondiente extravío de la brújula. La mentira se convierte en una creencia. No nos damos cuenta de que lo hacemos. Acomodamos las cosas para que todo se ajuste y tenga sentido. Son los “después de todo…”, “nadie se salva de …”, “a mí no me van a usar de f…”, y puede llegar a suceder que la incomodidad que resulta de los últimos suspiros de la verdad aplastada nos impulsen a hacer de la falsedad un misticismo. Cuando más nos mentimos, más gritamos “nuestra” verdad. La palabra “costumbre” adquiere así significado. No se trata de hablar sin miedo. A veces no se habla. Se calla.

El terror puede actuar de tres maneras respecto del uso de la palabra. Una es la de taparnos la boca. La otra es la que inmortalizó Roland Barthes al hablar de una de las características principales del fascismo: nos obliga a decir. Y la tercera es la de deformar lo que pensamos en un habla precavida, que pide permiso, que se disculpa con vacilaciones, que no quiere ofender, que utiliza vías indirectas por temor a confrontar con un adversario victorioso.

La última es la peor, porque es la que se activa cuando hay libertad de expresión en regímenes democráticos. En el sistema en la que la libertad de palabra se garantiza por ley, la presión sobre el disidente al régimen en el poder, se materializa por diversos modos: por el aislamiento, el ninguneo, la difamación, la calumnia, los ataques a su integridad moral, la extorsión. Dice Orwell, citado por Savater: “En un escritor de hoy puede ser mala señal no estar bajo sospecha por tendencias reaccionarias, así como hace veinte años era mala señal no estar bajo sospecha por simpatías comunistas”. Sabemos que en nuestro medio las palabras “nueva derecha” se usaban a destajo en quienes buscaban destituyentes para descalificar a quienes no se sometían a la ideología dominante.

Hoy que estamos en ciernes de vivir bajo un nuevo personal político que representa a grandes mayorías, las voces se suman para cuestionar a los que tienen una visión crítica sobre la política y la cultura oficial. ¿En nombre de quién y de qué autoridad otra que sí mismo, se arroga aquel que cuestiona la decisión de mayorías, y tiene la presunción de afirmar que el pueblo se equivoca? ¿Seremos todos brotes de Biolcati por sostener esta manifestación de tipo faraónico? La soberbia parece no tener límites en quienes pretenden diferenciarse del 115% ( vecinos de Macri más pueblo de Cristina) de la ciudadanía. Y creo que los que se irritan ante esta posición elitista tienen razón, en especial, en lo concerniente a estas primarias. La gente votó con sentido común.

El kirchnerismo ganó, y con un margen considerable. Igual que el macrismo. La sensatez primó. El famoso pueblo tiene por lo general sentido común, y, además, aunque les duela a algunos afirmarlo, al contrario de lo que dicen los libros escolares y los demagogos, ni el pueblo ni la gente ni los vecinos ni la ciudadanía quieren saber de qué se trata. Por lo general, esa voluntad de saber es de unos pocos, de las minorías, de las que hablan Orwell y Savater; las que, por dudar de todo, buscan creer en algo y en alguien, y corren la barrera de lo que es conveniente, permitido y autorizado pensar.

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